En El Salvador es tan común ver personas viviendo en condiciones de pobreza que ello parece natural. Es tan usual ver escuelas públicas desvencijadas y sin las mínimas condiciones requeridas para el estudio que el hecho no llama la atención. Es tan frecuente ver a multitudes esperando horas y horas para recibir atención en un hospital público que esta anomalía se acepta como normal. No causa ningún malestar que una tercera parte de la población en edad de trabajar tenga que buscar el sustento diario en la economía informal y que, por ello, no cuente con la cobertura del Seguro Social ni del sistema previsional. No alarma que solo uno de cada diez de los que ingresan al sistema educativo finalice estudios universitarios. Se asume con tranquilidad que el promedio de escolaridad de la población sea de apenas 7 años, es decir, que en promedio solo se estudie un año más después de los seis de la primaria, un nivel que cierra las puertas a la obtención de un trabajo cualificado. Por supuesto, todo esto no es normal ni natural, sino fruto de una sociedad incapaz de ofrecer a sus miembros las mismas oportunidades; una sociedad injusta, inequitativa y excluyente.
Asimismo, se ha naturalizado la existencia de zonas que se denomina marginales junto a residenciales protegidas por altos muros y seguridad privada. Parece normal la enorme diferencia en nivel de vida entre los miles que viven en condiciones de pobreza, vulnerabilidad e inseguridad, y las minorías que residen en burbujas de bienestar propias del Primer Mundo. No escandaliza que el ingreso más común para los trabajadores salvadoreños sea el salario mínimo, que no alcanza para adquirir la canasta básica de una familia de cuatro personas. No indigna que el 20% más privilegiado de las familias salvadoreñas acapare más del 50% de los ingresos que se producen en el país, mientras que el 20% más pobre apenas logre sumar el 5% de dichos ingresos. Esta situación refleja la profunda desigualdad ocasionada por el diferente valor que se le da al trabajo de unos y otros, y la primacía que se le otorga al capital respecto al trabajo.
Por otra parte, a pocos hombres les parece extraño que sus compañeras de trabajo ganen menos que ellos, a pesar de que realizan las mismas funciones. A la mayoría de las familias que tienen una empleada para las labores domésticas no les parece mal pagarle menos del salario mínimo y asignarle la habitación más pequeña y caliente de la casa, la que tiene la peor cama y apenas iluminación. Todos estos son ejemplos de injusticia social que desnudan a una sociedad que hace diferencias entre las personas por su origen social, capacidad económica, sexo, formación, trabajo… Diferencias que se justifican y aceptan con excesiva facilidad. Desde una concepción cristiana de la vida y desde la ética universal, estas diferencias deben rechazarse y combatirse. La búsqueda de la justicia social ha de llevar a crear mecanismos efectivos que garanticen que todas las personas tengan las mismas oportunidades y cuenten con los apoyos requeridos para alcanzar sus metas.
Es una aspiración mundial, reconocida por Naciones Unidas, que las sociedades se fundamenten en la justicia social. La justicia y el desarrollo sociales son fundamentales para alcanzar un mundo próspero y en paz. Por tanto, todos estamos llamados a unirnos a este ideal y a trabajar para hacerlo realidad. En una hora en que El Salvador, de la mano del Gobierno, parece deslizarse hacia el ahondamiento de sus divisiones y el debilitamiento de la democracia, es bueno recordar los males que nos lastran, frente a los cuales toda agenda personalista es inútil y perniciosa.