La política anti inmigrante de Donald Trump no ha logrado que los centroamericanos desistan de migrar hacia su país. A pesar de las cada vez mayores trabas, tanto a lo largo de todo el camino hacia el norte, como en el paso de la frontera entre México y Estados Unidos, miles de migrantes intentan una y otra vez, en solitario o en caravana, llegar hasta allá. La causa de tan tenaz actitud se encuentra en las condiciones de vida en los países de origen. Las dificultades económicas y la inseguridad son las dos principales razones que empujan a los centroamericanos a buscar otros horizontes, ya sea para salvar sus vidas amenazadas o para dar de comer a sus familias.
Los presidentes de Honduras, El Salvador y Guatemala no se hacen cargo de la situación de sus ciudadanos. Tampoco entienden que ni los acuerdos de país seguro, ni los muchos obstáculos que pongan para cruzar las fronteras disuadirán de migrar, pues el éxodo es fruto de la desesperación, de no tener ya nada que perder, de que el país natal no ofrezca cómo satisfacer las necesidades más elementales. Prueba de ello son las dos caravanas de migrantes que han salido de Honduras y de El Salvador en lo que va del año. Sus integrantes muestran una voluntad de hierro, pues los motivos para migrar son más fuertes que los riesgos que les esperan en el camino. Ninguna de las razones esgrimidas por aquellos que han intentado disuadirlos les parecen válidas para no intentar la travesía. La violencia, la inseguridad, la necesidad de salvar sus vidas y las de sus hijos, la extrema pobreza, la falta de empleo y la pérdida de la esperanza de encontrar uno permiten entender su decisión.
Frente a las nuevas caravanas, los gobiernos de Guatemala y México cumplieron con los compromisos que adquirieron con Trump; jugaron el rol que firmaron desempeñar y lograron cerrarle el paso a los migrantes. Las caravanas fueron disueltas y la mayoría de sus integrantes, devueltos a sus países. El Gobierno salvadoreño hizo lo suyo al impedir que saliera del país el grupo de compatriotas que se había dado cita para sumarse en caravana. Así, los presidentes de la región se han hecho cómplices de una política anti inmigrante inhumana, insolidaria, injusta. La migración no es un capricho, sino consecuencia de países que han fracasado en su deber de garantizar una vida digna a todos los ciudadanos. Detener a los migrantes es violar su derecho a la movilidad y darle la espalda a la realidad de la que escapan; una realidad que es responsabilidad estatal, pero también social: es la sociedad en su conjunto la que fracasa ante cada nueva huida desesperada.
Es desolador que los Gobiernos de México, Guatemala, Honduras y El Salvador hayan cedido a las presiones de un mandatario cuestionado seriamente en diversos frentes y que con todo descaro manifiesta su desprecio hacia los centroamericanos, incluso en presencia de los presidentes del istmo. Su actitud con los migrantes es inaceptable y debería ser motivo de rechazo. Tan inaceptable como el hecho de que juegue con la ayuda a Centroamérica y la utilice como moneda de cambio para lograr que nuestros Gobiernos se rindan a sus pies. Cerca de celebrar el bicentenario de la independencia, queda en evidencia que estamos muy lejos de ser países soberanos. Trump manda en la región a su gusto y antojo, con el permiso y el aplauso de nuestros propios presidentes.