La fiesta de la canonización de monseñor Romero develó algunas de las deudas del Estado con la población; deudas que no son achacables a uno u otro partido. En el caso de nuestro santo, todos sabemos la enorme deuda existente en el campo de la verdad y la justicia. Los datos del informe de la Comisión de la Verdad no han sido asumidos plenamente por el Estado. Un Estado democrático se esforzaría por investigar y asumir plenamente los hechos. Y si la verdad revelada requiriera actos o procesos de justicia, tomaría medidas de reparación, como la remoción de nombres de espacios públicos. En el mejor de los casos, el Estado se ha preocupado, especialmente en los últimos años, por algunos aspectos de reparación con las víctimas de graves violaciones de derechos humanos. Pero en lo que respecta a la verdad y la justicia, queda mucho por hacer. Esta tendencia a no pagar deudas se advierte en demasiados temas. Uno de ellos, muy significativo, es el de los migrantes retornados.
En general, la mayoría de los salvadoreños que migran lo hacen presionados por razones económicas o de inseguridad. Los que consiguen establecerse en el exterior tienen incluso monumentos construidos en su honor, pues envían remesas a sus familiares y desempeñan un rol de protección social de mayor calidad e importancia que los servicios estatales de salud. Pero los que se ven forzados a retornar por sistemas migratorios injustos de países ricos no son tratados de la misma manera. Al contrario, les cuesta encontrar trabajo, y no faltan quienes los califican de fracasados o delincuentes. El Estado, como con las víctimas de la violencia histórica, tiene con ellos una deuda. Son la parte más débil de ese impresionante colectivo de migrantes que está salvando, o al menos permitiendo que subsista, la economía nacional. Los que se ven forzados a retornar han hecho los mismos esfuerzos que otros migrantes, pasaron las mismas penurias en el viaje, pero tuvieron menos suerte. El Estado salvadoreño les debe solidaridad en medio de su desgracia.
En nuestra cultura hay una tendencia individualista a despreciar al que no triunfa. Esa tendencia contraste con los magníficos ejemplos de personas y grupos sociales que se esfuerzan por acompañar y apoyar a quienes fracasan en diversos aspectos de la vida. Pero el Estado se olvida de ellos con la misma tranquilidad con que deja de lado a quienes viven en pobreza. Si ese olvido no hubiera existido, un tercio de nuestra población no viviera en pobreza. Un porcentaje que no es mayor gracias a que el colectivo de migrantes subsidia a muchos salvadoreños que de otra manera engrosarían el colectivo de los pobres. ¿No tienen derecho a apoyo solidario aquellos que fueron deportados en su intento de mejorar la situación de su familia? Negar ese derecho es una consecuencia de venerar la ley del más fuerte en vez de la ley de la solidaridad fraterna.
Monseñor Romero llegó a la santidad en buena parte porque exigía el pago de deudas sociales. Les exigía a los ricos mucha más solidaridad que la que mostraban. Les recordaba a los militares la traición que cometían al maltratar o asesinar al pueblo que pedía reformas. Les recordaba a las organizaciones populares que la gente era el bien más importante y que, por tanto, no podían someterla o violar sus derechos si no coincidía con los intereses del grupo organizado. Pagar las deudas con la población, especialmente con la más golpeada y vulnerable, es requisito fundamental para que exista un Estado democrático de derecho.