Las características de los regímenes dictatoriales han cambiado. Los liderados por militares y de partido único van quedando en el pasado. Hoy, la mayoría de dictaduras en el mundo son “autoritarismos electorales”, según la definición de Andreas Schedler, posicionada ya en la politología. En los autoritarismos electorales se mantiene la fachada institucional y se celebran elecciones, pero se violan los principios democráticos y los derechos humanos permanentemente. Los autócratas modernos guardan las formas, aparentan pluralismo, hablan como demócratas, pero siguen siendo déspotas; siguen creyendo que el mundo gira en torno a ellos y que su palabra es la única que pesa; siguen preocupados por garantizar que la oposición no represente ninguna amenaza a su estabilidad, mucho menos a su continuidad.
Para controlar toda voz crítica, utilizan la represión y persecución selectiva, pero también mecanismos pacíficos como el control de los medios de comunicación. Su arma más poderosa contra la oposición que consideran peligrosa es dividirla, dispersarla, pero sin extinguirla del todo. Los partidos de oposición se convierten en mero ornamento de la victoria del oficialismo, simple fuente de legitimidad. Además, la existencia de la oposición, por tímida que esta sea, posibilita tener a quien atacar y así crear cohesión desde la defensa del régimen.
Según Schedler, los autócratas padecen de al menos dos tipos de incertidumbre. Por un lado, incertidumbres institucionales: dudan de su permanencia en el poder. Por otro, incertidumbres informativas: no pueden obtener información certera sobre aquello, real o imaginario, que los amenaza. Por eso, el autócrata vive en miedo; por eso, no confía en casi nadie. Por ejemplo, en el caso de El Salvador, el reciente anunció de combate a la corrupción, además de mostrar el sometimiento del Ministerio Público a la Presidencia, constituye una advertencia para todo aquel al que se le ocurra salirse del libreto. La lista de delitos y casos de corrupción en el Gobierno de Bukele es larga; si en realidad hubiera voluntad de limpiar la casa, ya habría varios ministros en la cárcel.
En un régimen autoritario, a la oposición no se le debe ponderar únicamente por ser o no un potencial catalizador del descontento popular, sino también por su potencial para limitar y dificultar el avance del régimen. En el caso salvadoreño, la dispersión y falta de ideas y de compromiso serio con la democracia de una buena parte de la oposición no le posibilita llevar a cabo ninguna de esas funciones. Fuera de unos casos aislados de oposición valiente y decidida, en el país el silencio de la civilidad democrática contrasta con la atronadora maquinaria oficial de aplausos e insultos. Por hoy, la dictadura tiene vía libre.