Un ejército de por lo menos 5 mil hombres armados espera en la frontera estadounidense a miles de pobres que llevan solo lo puesto, que caminan extenuados luego de recorrer miles de kilómetros y sortear en tres países toda una serie de obstáculos. Centroamericanos armados solo con la esperanza de encontrar vida lejos de la tierra que los vio nacer. Pero para Donald Trump, los migrantes son criminales. Por ello, hay que enfrentarlos con armas de guerra. El mandatario parece tener solo dos mecanismos de persuasión para los que ve como sus enemigos: el dinero y la amenaza. Ofreció una oportunidad a los soñadores si el Congreso le daba fondos para construir su muro. Amenaza a los países del Triángulo Norte con suspender la cooperación económica si no detienen la migración, al igual que amenazó a Palestina en enero de este año si no negociaba con Israel. Impone aranceles a productos extranjeros para evitar que compitan con los estadounidenses. Amenaza a China con una guerra comercial que tendría consecuencias planetarias.
El éxodo hacia el norte, tanto de hondureños como de salvadoreños, tiene años de existir. Se estima que cada día 300 personas migran de cada uno de estos países. Salen en silencio, buscando pasar inadvertidos, en grupos pequeños. En un mes emprenden camino anónimamente más personas que las que han captado la atención del mundo en los últimos días. La diferencia está en que en esta ocasión la migración se está dando a la luz pública, en colectivos visibles. Las caravanas son el resultado de una olla de presión que explotó; producto de la desesperación y desesperanza ante la violencia y la falta de oportunidades; expresión de la angustia y sufrimiento de gente que se ha cansado de esperar soluciones por parte de sus gobernantes. En este sentido, las caravanas exponen crudamente la dinámica de la exclusión social y económica, la inmoral y abismal desigualdad, y la indiferencia de la sociedad ante las necesidades de tantos.
Obviamente, las caravanas no son del agrado de los Gobiernos de sus países de origen, porque muestran sus fracasos e incapacidades. Por eso, tanto el Gobierno hondureño como el salvadoreño recurren a justificaciones similares para eximirse de responsabilidad por el éxodo de su gente. Pero las caravanas que dignifican a los migrantes no solo avergüenzan a los Gobiernos, sino también a la gran empresa privada. El fenómeno muestra que una sociedad que solo ofrece trabajo formal a menos de una cuarta parte de su población económicamente activa está condenada al fracaso. Una sociedad que paga un salario mínimo que no cubre las necesidades más elementales de la familia es insostenible. El capital centroamericano, vorazmente centrado en acumular ganancias sin importar el costo social, desecha a la gente, le muestra la puerta de salida.
A miles de desechados que han decidido marchar a un país que no los quiere, pero donde saben que hay oportunidades, es a los que espera el Ejército estadounidense, dispuesto a pararlos mediante cualquier medio, tal como ha expresado y ordenado Trump. Con los migrantes, ellos y ellas, con su peregrinar, con su dolor, con su empecinado sueño, nos solidarizamos una vez más. El Dios del pueblo que peregrinó en busca de vida, estamos seguros, los acompaña en su caminar.