Hace algunos años, a un firmante de los Acuerdos de Paz por parte del Gobierno se le preguntó por qué no se había hecho justicia en los crímenes de guerra y de lesa humanidad que se perpetraron durante el conflicto armado. La respuesta fue esta: “Porque teníamos dos opciones: o hacer justicia, o conseguir la paz, y tuvimos que decidirnos por la paz, que es lo que anhelaba la gente”. Algo muy parecido está viviendo El Salvador 30 años después. En el fondo, en torno al régimen de excepción, el Gobierno ha establecido, aunque no lo diga explícitamente, un dualismo maniqueo similar: o seguridad, o respeto a los derechos humanos. Y ello queda de manifiesto en las opiniones ciudadanas que recoge la más reciente encuesta del Instituto Universitario de Opinión Pública (Iudop), al evaluar el régimen de excepción a un año de su implementación.
Según los resultados del sondeo, la mayoría de la gente califica muy bien la medida, con una nota promedio de 7.92. El 86.5% la aprueba y un porcentaje similar se siente más seguro hoy que hace un año. Para el 59.4% de la población, el estado de excepción debe prorrogarse. Además, el régimen ha elevado la buena imagen no solo del presidente, sino de toda la institucionalidad relacionada, directa o indirectamente, con su aplicación, incluida la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos. Es lógico, entonces, que el Gobierno haya hecho de “la guerra contra las pandillas” su principal bandera de campaña, porque es lo que le reditúa mejor en el respaldo social.
Por otro lado, la encuesta revela que arriba del 75% de la población no conoce cuáles son los derechos que se han suspendido con el régimen de excepción; menos de una cuarta parte, el 23,4%, mencionó alguno. Sin embargo, ese grupo que sí dijo conocer algún derecho no supo responder a la hora de explicar en qué consiste. El sondeo también revela que quienes menos conocen los derechos que han sido suspendidos son los que mejor califican al régimen y los que menos afectados se sienten por la violación de los mismos. Esto da razón al axioma que sostiene que “derecho que no se conoce, derecho que no se defiende”.
Ahora bien, a pesar de que la mayoría de la población no conoce los derechos que anula el régimen de excepción, está en desacuerdo que se capture a personas inocentes (52.6%), que se arreste sin una orden judicial (73.6%), que se niegue el derecho a la defensa a los detenidos (67.3%), que se extienda a más de 72 horas la detención administrativa (74.1%). Y un 88% rechaza que las autoridades no den información sobre las muertes de los detenidos en los centros penales ni informen a los familiares. La gente reconoce que hay dolo en la actuación de los policías, los soldados y los operadores de justicia. En el hipotético caso de que un familiar inocente fuese capturado, la mayoría dijo que no confiaría ni en la Policía, ni en la Fiscalía, ni en el juez. Es decir, según la encuesta, existe consciencia de que el precio de la seguridad es la exposición a atropellos y la desconfianza en las autoridades.
Las dos dualidades, la del fin de la guerra y la actual, son falacias, porque la paz y la seguridad solo pueden brotar de la justicia, no de la injusticia y el abuso. Después de la guerra se quiso hacer borrón y cuenta nueva sin sanar las heridas causadas. Ello provocó que el país siguiera siendo tierra fértil para la violencia, de la cual nacieron las pandillas. Hoy el guion falaz se repite. Las consecuencias de ello no tardarán en notarse. Y poca esperanza cabe que no se expresen, de nuevo, de manera violenta.