Dada la tendencia a estratificar y dividir los derechos básicos de las personas, El Salvador funciona como si se tratara de dos países. Un servicio de salud para las clases medias y otro para las mayorías pobres. Un conjunto de colegios aceptables para los más o menos pudientes, y pequeños colegios y escuelas deficientes, sin servicios decentes, para grandes grupos de población empobrecida. Un salario mínimo insuficiente en la ciudad y la industria, y uno de miseria en el campo. Un sistema de pensiones cada vez con más problemas para asalariados formales, y uno público, no universal y escaso para los esforzados trabajadores, muchas veces explotados, que no pudieron cotizar a las administradoras de pensiones por ser pobres.
Esta estratificación en gente con derechos y personas desechadas y despojadas de sus derechos, o alimentadas con migajas, tiende a reproducirse en otros ámbitos de la vida nacional. Tenemos un pueblo que va a elecciones pacífica y ordenadamente, y unos políticos que hacen todo lo posible por polarizar y enervar la situación. Un pueblo que quiere votar y personas en las instituciones de élite que complican el asunto. Gente que va el día de las elecciones sin que la hayan preparado adecuadamente para dar el voto de una manera novedosa, y otros que dicen “votar es fácil”. Miembros de mesas electorales que se esfuerzan sacrificando su tiempo y un Tribunal incapaz de prepararlos y ayudarles en su tarea de un modo eficiente. Gente que espera resultados y una institución electoral incapaz de darlos a tiempo y adecuadamente. Y lo que es peor: los buenos, los que trabajan, los que creen en el país, además de ser más pobres, mantienen en sus privilegios a los que polarizan, mienten y son ineficientes en sus funciones.
Vivimos en dos países. Las mismas personas se ponen a sí mismas salarios mensuales de 4,000 dólares para arriba y asignan $109.20 para los que cortan caña. Incluso en la PNC, el salario de un policía de base es entre tres y cuatro veces menor al de un jefe. Son los policías de los dos países. Los jefes pertenecen a uno y los demás al otro. Unos juegan fútbol rápido en las canchas de alquiler y otros en los terrenos inclinados y polvosos de los cantones. Con la diferencia de que los que juegan descalzos, como los pescadores, acaban trayendo más triunfos a El Salvador que los calzados. Mientras unos se sienten seguros en los centros comerciales, otros pagan para poder entrar en sus propias colonias.
Alguna gente va esperanzada a las elecciones pensando que las cosas pueden mejorar, que puede llegar el día en que la igual dignidad de las personas se vea reflejada en la calidad y trato de las instituciones de justicia, salud, educación, pensiones y vivienda. Pero quienes dicen que ayudarán, quienes juran defender una Constitución que promete a todos los ciudadanos bienestar económico y justicia social, creen que eso del bienestar económico depende del país en el que se viva. Y que a ellos les toca vivir en El Salvador de la vida buena, mientras que a muchos les toca el de la violencia, la pobreza, la desigualdad, la lentitud y el mal funcionamiento de las instituciones.
Al final solo queda la esperanza que infunde monseñor Romero y los que tratan de seguir su camino. El papa Francisco exige más fraternidad como único camino posible para la convivencia en esta casa común que llamamos mundo. La fraternidad es lo opuesto a la desigualdad. La fraternidad crea un solo mundo, un solo país, una sola comunidad. ¿Es mucho pedir una mayor fraternidad para El Salvador? Cuando estamos a punto de celebrar las fiestas de monseñor Romero, es bueno que nos planteemos una vez más la fraternidad que él deseaba para nuestro pueblo. Y junto a la fraternidad, la justicia, la pacífica convivencia, el diálogo y el predominio de la generosidad sobre el egoísmo. Que estas fiestas marquen un empujón más hacia la construcción de un único El Salvador, donde la fraternidad domine sobre los egoísmos y la tendencia a construir un país para los poderosos y otro para los débiles.