El miércoles 25 de mayo, la Asamblea Legislativa aprobó la segunda prórroga por treinta días del estado de excepción, de modo que al final de la misma el país habrá pasado 90 días bajo dicho régimen. La decisión se justificó desde la necesidad de seguir capturando pandilleros a lo largo y ancho del país. Esta es la actual política gubernamental: limpiar las calles de delincuentes, privando de libertad al mayor número posible de ellos, sin importar si en el proceso se captura a gente honrada y trabajadora; a juicio de las autoridades, esto último es solo un efecto colateral. De paso, se aprovecha el estado de excepción para seguir evadiendo la rendición de cuentas, la transparencia y el control sobre el uso de los fondos públicos y las contrataciones del Ejecutivo.
Ese mismo miércoles se dieron a conocer dos estudios de opinión pública, uno de la Universidad Francisco Gavidia y otro de la UCA, en los que se recoge la percepción de la población sobre esta temática. Los resultados de ambos dejan claro que el Gobierno de Nayib Bukele mantiene el estado de excepción basado en el amplio respaldo que este encuentra entre la población. Una vez más, el presidente se apalanca en la popularidad para impulsar acciones de escaso beneficio para el país. La medida se considera un éxito en la medida que ha logrado disminuir considerablemente la delincuencia. Pero no podría esperarse otro resultado: aquí o en cualquier parte del mundo, cuando se decreta un estado de excepción y se realizan detenciones masivas, la delincuencia disminuye de inmediato.
El incremento de la presencia de las fuerzas de seguridad y de las posibilidades de ser detenido es razón más que suficiente para desincentivar el accionar delincuencial. Por esa razón, la delincuencia es mucho menor bajo regímenes dictatoriales en los que la fuerza bruta manda o en sociedades donde la investigación y la eficiencia policial son muy altas, pues las posibilidades de que los delitos queden impunes es baja. También la delincuencia es menor en aquellos países con altos niveles de desarrollo y bienestar, con mayor justicia social e igualdad de oportunidades. El Salvador ha elegido el camino del autoritarismo en lugar de construir las condiciones para que haya oportunidades de vida para todos sus habitantes.
Las pérdidas derivadas del estado de excepción son grandes. Muy pocos reparan en el hecho de que el deseo de migrar se ha incrementado y que efectivamente el número de personas saliendo del país es cada vez mayor. Una sangría constante de talento que nos empobrece. Además, la idea que en el exterior se tiene del estado de excepción empuja a muchos a no viajar a El Salvador. Es poca atractiva la imagen de una fuerza policial y militar cada vez menos respetuosa de los derechos humanos y más propicia a cometer abusos con total impunidad.
A la mayoría de la población parecen importarle poco los efectos negativos del estado de excepción, por mucho que hoy la gran mayoría esté más expuesta a las arbitrariedades y abusos de las autoridades. Menos aún preocupa la situación en los centros penales, que día a día se vuelve más inhumana: el hacinamiento y la insalubridad crecen exponencialmente, la alimentación es insuficiente, no se garantiza ni el mínimo acceso al agua, los maltratos se multiplican, se niega la medicina… Estas condiciones solo pueden ser calificadas como graves violaciones a los derechos de las personas privadas de libertad. Violaciones que sufren tanto los responsables de delitos como los que han sido detenidos de forma arbitraria, sin ninguna prueba fehaciente en su contra de haber cometido un ilícito.
Mientras todo esto pasa y la maquinaria de propaganda oficial se afana en hacer creer a la población que se está luchando contra el crimen, una investigación periodística confirmó que funcionarios de alto nivel, muy cercanos al presidente, han negociado con las pandillas, y que incluso uno de ellos sacó del país a una de sus líderes, sobre el cual pesaba una solicitud de extradición de la justicia estadounidense. El silencio presidencial ante la noticia ha sido elocuente y confirma el fariseísmo de este régimen: por un lado, protege a criminales de altos vuelos y los oculta de la justicia; por otro, suspende derechos constitucionales y reprime sin compasión ni distingos bajo la bandera de una supuesta guerra contra la delincuencia.
La insensibilidad generalizada ante esta situación encuentra su explicación en el hastío de la población después de tantos años de inseguridad y en la cultura racista, excluyente y aporofóbica. Esa insensibilidad es muestra clara de la pérdida de los valores cristianos de la solidaridad y la amistad social, que han sido sustituidos por la sed de venganza y la polarización social. Ante ello, vale citar el llamado del papa Francisco a “reencontrarnos (...) con los más pobres y vulnerables, que están en las periferias, alejarnos de los populismos, que explotan la angustia del pueblo, sin dar soluciones, proponiendo una mística que no resuelve nada. Huir de la enemistad social que solo destruye y salir de la polarización”. El obispo de Roma lo tiene claro: “El diálogo es el camino para mirar la realidad de una manera nueva, para vivir con pasión los desafíos de la construcción del bien común. (...) Seamos arquitectos de diálogo, arquitectos de amistad, valientes y apasionados, hombres y mujeres que siempre tiendan la mano, y que no crean espacios de enemistad y de guerra”.