El sábado pasado, 15 de agosto, fiesta de la Asunción, se celebró en el parque Cuscatlán una misa en la que se recordaba el cumpleaños de monseñor Romero. En ella, a partir de las palabras de María en su canto de agradecimiento, se iniciaba la preparación del 30º aniversario de la muerte martirial de monseñor Romero. Y es que, en efecto, las palabras de María en el Evangelio de Lucas constituyen un hermoso marco para el aniversario de nuestro santo obispo. Allí se insiste en que Dios “arruina a los soberbios..., saca a los poderosos de sus tronos..., y despide vacíos a los ricos”, mientras que a los pobres y humildes les sacia el hambre y les devuelve su dignidad. Una palabras que, a su modo y en otra época histórica, repitió en sus homilías y en su vida monseñor Romero.
Este 30º aniversario viene rodeado de toda una constelación de aniversarios de hechos terribles que conmocionaron a la conciencia salvadoreña. Un poco antes, el 16 de noviembre, se celebrarán los 20 años del asesinato de los jesuitas y sus dos colaboradoras. Casi inmediatamente después del aniversario de monseñor Romero se celebrará, también, el 30º aniversario de la masacre del Sumpul, el 14 de mayo. Y posteriormente, en diciembre, se cumplirán los 30 años de la violación y asesinato de las cuatro religiosas norteamericanas.
Esta sucesión sistemática de aniversarios del martirio de seguidores de Jesús y de la brutalidad de sus perseguidores tiene que cuestionarnos en una doble dirección. La primera, en el campo de los valores y de nuestro compromiso con los mismos. Los mártires y las víctimas siempre han sido fuerza de paz. A ellos les debemos los tratados de paz, más que a quienes los firmaron. Ellos forzaron la conciencia salvadoreña hasta que estalló el grito de que la guerra era absurda y la paz, indispensable.
Sin embargo, con las víctimas constantes de nuestra sociedad actual no nos hemos logrado conmover. Bajo otros contenidos y expresiones, la brutalidad continúa vigente en el país, lleno de homicidios (incluso de menores y mujeres), masacres de cuatro o cinco personas, violaciones, etc. Recuperar la fuerza justiciera de los mártires y unirla a la creación de una cultura que enfrente la violencia estructural y criminal es urgente y necesario para el desarrollo del país.
El segundo aspecto, complementario del que hemos mencionado, es el de simplemente reconocer la dignidad de tanta víctima del pasado. Y para ello falta todavía pedir perdón por los crímenes; emitir una ley que favorezca su investigación y la respectiva compensación moral —y, en algunos casos, económica— de las víctimas. Sólo de este doble modo, construyendo y exigiendo convivencia pacífica, y honrando la verdad de las víctimas del pasado, lograremos crear una cultura que venza de una vez por todas esta cultura de muerte que tanto predominio tiene en nuestro país. Y sólo así honraremos realmente a monseñor Romero.