Sin duda, el Gobierno vive su peor momento desde que inició su gestión, pero no se da cuenta o, lo más seguro, no quiere reconocerlo. Ante la efervescencia en las calles el 15 de septiembre, el mandatario tuvo que conmemorar el bicentenario intramuros, rodeado de militares equipados para el combate y manteniendo de pie, mientras hablaba, a todos los asistentes, incluidos los diplomáticos. El presidente no habló del bitcóin, ni de la reelección, ni del pacto con las pandillas, ni de la Lista Engel, ni de algo importante y real. El Gobierno está en negación y sigue anclado en el discurso grandilocuente de ser la salvación del país; no repara en que el mito del respaldo social se está cayendo porque lo que dice no tiene nada que ver con la cotidianidad de la gente.
Hay inconformidad en el gremio médico, los ganaderos, los veteranos de guerra, los excombatientes, los gremios empresariales, los estudiantes, los jueces, el movimiento feminista, la comunidad LGBTI+, los ambientalistas y un largo etcétera. Cada sector tiene razones para estar descontento, pero, además, hay un descontento generalizado en la sociedad por la imposición del bitcóin como moneda de curso legal. El Gobierno logró lo que se veía muy difícil en estos tiempos de dispersión: unificar en una marcha a movimientos y ciudadanos de procedencias e intereses diversos.
Por el momento, la más grande amenaza para el Gobierno es el Gobierno, así como el presidente es el mayor enemigo de sí mismo. Sus actuaciones, sus aires de suficiencia, su altanería, sus mentiras desmesuradas y constantes, su desprecio al adversario y la falsa creencia de que saben todo lo que requiere el país —por lo cual sobran el sentir ciudadano y la opinión de los especialistas— han hecho posible que se tambalee el mito del respaldo social. Cada día es más claro que las actuaciones de este Gobierno superan a los vicios y artimañas de sus predecesores. Atribuir la masiva manifestación del 15 de septiembre al financiamiento de países extranjeros o a la ignorancia de la gente es no querer entender nada. El discurso del presidente reveló que las grandes demandas por las que la gente salió a las calles no serán escuchadas ni atendidas.
El presidente se quejó porque a su gestión se le califica de dictadura, cuando él entiende que dictadura sería reprimir a los que protestan en las calles. Saludable sería que sus asesores le acercaran textos académicos sobre el tema. Por ejemplo, el de José Fernando Valencia y Mayda Soraya Marín, que afirman que los dictadores latinoamericanos suelen “considerarse salvadores, caudillos y regeneradores de la sociedad, [...] generalmente [son] de carácter conservador, a pesar de que en algunos casos asumen como miembros de partidos de izquierda, tiene grandes alianzas de carácter militar o han sido militares de cuna [...] Pretenden pacificar una nación, crear un solo partido, acabar con los otros [...] controlan la economía, la justicia, el Gobierno e imponen leyes y constituciones”. Que el presidente no se entere de que su deriva dictatorial es tan de manual que resulta caricaturesca solo da un toque grotesco a lo que ya apunta a una nueva tragedia nacional.