El Ministerio de Relaciones Exteriores ha comunicado recientemente que comenzará consultas y conversaciones para evaluar la posibilidad de que El Salvador firme el Tratado de Roma. Este establece la Corte Penal Internacional, dedicada a juzgar aquellos delitos de lesa humanidad que queden impunes en los países en que se cometieron. La jurisdicción de la Corte es temporalmente efectiva sólo a partir de la fecha de incorporación del país al Tratado.
A pesar de que la Corte no tendría jurisdicción sobre los crímenes cometidos en el pasado salvadoreño y que han permanecido impunes sin que el Estado hiciera algo por aclararlos, Arena nunca quiso hacer al país signatario del Tratado. Aparentemente, algo incomprensible, pues se supone que después del fin de la guerra nadie quiere cometer crímenes de lesa humanidad desde el Estado. Pero es esta la típica alergia de los poderosos de nuestro país, que quieren tener la posibilidad de ser ellos los únicos que digan la última palabra sobre lo que es justo o injusto dentro de nuestras fronteras. O, para alguien peor pensado, la posibilidad de volver a cometer ese tipo de crímenes desde el Estado en supuesto caso de necesidad. Necesidad de sus intereses, claro está.
La razón que siempre se da para negarse al Tratado es que, supuestamente, violaría la Constitución salvadoreña. Sin embargo, nadie hasta ahora propone un cambio en la Constitución que permita hacerse parte del Tratado. Ciertamente, en los dos últimos gobiernos de Arena hubo una hipocresía radical en el tema de los derechos humanos, que ha creado incluso miedo a este tipo de tratados.
El que hoy se empiece a analizar seriamente la posibilidad nos da a todos los salvadoreños una buena noticia. Si algo piensa nuestro pueblo, tan abierto a todas las culturas y tan migrante, es que la humanidad es una. No hay una humanidad de ricos —o no debería haberla— y otra diferente de pobres; una humanidad de sabios y otra de ignorantes; humanidad de malos y humanidad de buenos. Todos y todas estamos hechos del mismo barro y pertenecemos a la misma humanidad. Y las fronteras de las naciones, como muy bien decía Juan Pablo II, no deben ser líneas de separación entre pueblos, sino lugares de encuentro y amistad.
La Corte Penal Internacional, y el Tratado de Roma que le da cuerpo, es un avance en esa convicción de que la humanidad es una. No importa el lugar de nacimiento, la nacionalidad, el origen, la raza, el sexo; si a alguien se le viola un derecho humano, se le está violando a toda la humanidad. Y si las autoridades de un país son incapaces de defender esos derechos básicos de la persona o, peor todavía, los violan sistemáticamente, debe ser la humanidad la que juzgue a los violadores. El pensamiento es tan lógico que sólo los racistas, nazis y gente de la misma calaña podrían oponerse a él.
En ese sentido, una Constitución como la salvadoreña, que pone a la persona como el valor básico al servicio del cual debe estar el Estado, no puede considerarse opuesta a este tipo de pensamiento. La lectura caprichosa de un artículo constitucional, o incluso un artículo restrictivo de los derechos más básicos de la persona, no debería tenerse en cuenta cuando existe un artículo que sienta la opción fundamental de la propia Constitución. Todos conocemos el adagio jurídico que insiste en que en caso de duda se debe fallar a favor del reo (in dubio pro reo). En el caso de la Constitución, cualquier duda sobre los derechos fundamentales de la persona debe fallarse a favor de la persona y no a favor de las contradicciones que la propia Constitución pueda tener con respecto a los principios que adopta como fundamentales. Esperemos que el Gobierno actual camine con energía hacia la firma del Tratado de Roma.