Cuando se piensa que ya se ha tocado fondo en la dinámica de la violencia y la criminalidad, la realidad nos muestra que el abismo es aún más profundo. Junio cerró con un promedio mayor a 22 homicidios diarios. ¿Cuántos más? El Salvador forma parte del grupo de líderes mundiales en índice de homicidios; deshonrosa posición para una sociedad que ha sufrido violencia desde hace décadas y que anhela la paz. ¿Cómo se llegó a esto? No es ético ni objetivo buscar responsables solo entre las autoridades de turno como tampoco lavarse las manos en lo que hicieron o dejaron de hacer los Gobiernos anteriores. Se achaca a la tregua el fortalecimiento de las pandillas, pero las investigaciones señalan que el proceso de organización y sofisticación que ahora conocemos comenzó cuando se segregó a las pandillas en centros penales diferentes.
Las raíces de esta violencia son de vieja data y de carácter estructural. Monseñor Romero lo señalaba en 1977 al afirmar que “los nombres de los asesinados irán cambiando, pero siempre habrá asesinados. Las violencias seguirán cambiando de nombre, pero habrá siempre violencia mientras no se cambie la raíz de donde están brotando como de una fuente fecunda todas estas cosas tan horrorosas de nuestro ambiente”. Ni cuando fue arzobispo ni ahora que es beato, estas palabras no han encontrado el eco que necesitan. En lugar de atender la advertencia, se silenció al pastor. En la actualidad, aun reconociendo el encomiable esfuerzo de la Comisión Nacional de Seguridad Ciudadana y Convivencia al formular 124 acciones que apuntan a atacar las causas del problema, la situación se ha vuelto tan insoportable que parece que ya nadie tiene la paciencia de esperar cambios a profundidad; hay un clamor por resultados inmediatos.
Uno de los peores efectos de este agobiante escenario y de la falta de signos de que las cosas mejorarán pronto es la desesperación en la que ha caído gran parte de la población. Y la desesperación es mala consejera, tanto para la gente deseosa de vivir sin el azote de la inseguridad como para los gobernantes necesitados de convalidación social de su gestión. La desesperación aumenta la tolerancia a salidas que riñen con la ley, la justicia y el respeto a los derechos humanos; la desesperación aumenta la propensión de las autoridades a soluciones inmediatistas, justificando cualquier medio para combatir la criminalidad. Por eso, por difícil que sea, es importante que se conserve la lucidez en el abordaje de la problemática. Los políticos de oficio saben de la desesperación popular, juegan con ella para sacar raja electoral y, en consecuencia, promueven medidas reactivas y pobremente ponderadas.
La realidad que vive el país en materia de violencia y criminalidad, además de crítica, es sumamente compleja. Optar por la vía del pacto con algunos grupos criminales no nos llevó a buen puerto y recibió el rechazo visceral —y en algunos casos, irracional— de un amplio sector de la sociedad. El actual Gobierno ha optado por el choque frontal, una medida que ha encontrado una despiadada respuesta por parte de las pandillas y provocado la escalada de violencia actual. Como resultado, ha aumentado la presión de sectores organizados y de la ciudadanía en general por ver resultados ya. ¿Qué hacer? La solución no la tiene solo el Gobierno; cualquier acción que se implemente requiere del concurso de todos los sectores de la sociedad.
La comparación de la violencia actual con la de la guerra civil repugna a muchos, sobre todo a los que por ideales nobles estuvieron vinculados de alguna manera al conflicto. Pero no conviene tirar por la borda la experiencia acumulada a lo largo de los 12 años de guerra fratricida. Además, resulta curioso que algunos de los que no admiten la comparación propongan medidas que se implementaron en ese entonces y que llevaron al recrudecimiento del enfrentamiento. La decisión de los años ochenta de reprimir y exterminar (masacres incluidas) a la población civil que vivía en los territorios de acción de los grupos guerrilleros fortaleció a la insurgencia, al convertir en víctimas de la represión a gente que aún no se había incorporado a las filas guerrilleras. “Para acabar con el pez hay que quitarle el agua”, decían convencidos aquellos para los que el pez era la guerrilla y la población campesina, el agua. Ahora, en el afán de perseguir a los pandilleros y parar el asesinato de policías y militares, se puede estar cometiendo el mismo error. El maltrato y los abusos en barrios, colonias y comunidades con gente que no pertenecen a las estructuras del crimen organizado, pero que tienen alguna relación con sus integrantes, puede orillar a cientos de jóvenes a engrosar las filas delincuenciales y a galvanizar aún más la cohesión y la identidad pandilleriles.
Si son ciertas las quejas de gente de algunas comunidades por vejámenes cometidos por policías y militares, si están ancladas en la realidad las sospechas de que se está ejecutando pandilleros, ello nos llevará a un círculo vicioso del que difícilmente podremos salir. Cuanto más difícil es una situación, más compleja su solución. No hay que escatimar esfuerzos, pues, en la reflexión y el análisis, de manera que las estrategias que se implementen no produzcan los efectos contrarios a los deseados. Es de cajón, se dice automáticamente, pero en el país parece que no lo comprendemos: la violencia solo trae más violencia.