En deuda

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Editorial UCA
11/11/2022

Después de varias semanas de incertidumbre, los salvadoreños beneficiarios del Estatus de Protección Temporal —conocido como TPS, por sus siglas en inglés— han recibido la buena noticia de que el Gobierno de Biden ha prorrogado ese estatus migratorio hasta junio de 2024. Sin duda, ello supone un nuevo paréntesis de tranquilidad para los aproximadamente 200 mil salvadoreños que gozan del permiso para permanecer y trabajar legalmente en Estados Unidos. Pero, por su misma naturaleza, la medida es temporal. Dentro de un año y medio, volverá la incertidumbre acerca de si habrá una nueva renovación.

Hasta la fecha, y por motivos esencialmente político-electorales, Estados Unidos no ha sido capaz de resolver este asunto de manera definitiva. Las personas de diversas nacionalidades que gozan del TPS llevan muchos años en Estados Unidos; en el caso salvadoreño, la mayoría desde hace más de 20 años. Trabajan legalmente, pagan sus impuestos, algunos han adquirido propiedades, incluso son propietarios de negocios y muchos tienen hijos nacidos en suelo estadounidense. Son personas que contribuyen al bienestar económico de la nación del norte y que, por tanto, se han hecho acreedoras del derecho a obtener su residencia permanente. No se les otorga porque no cumplieron con el requisito de haber entrado legalmente a Estados Unidos; una condición que podría ser superada fácilmente de haber voluntad política para ello y si las políticas migratorias no fueran parte de la disputa entre republicanos y demócratas.

Desde un punto de vista racional y humano, no hay justificación para que los “tepesianos” no obtengan una solución permanente que acabe de una vez con una incertidumbre recurrente y cruel. Desde hace ya demasiados años, su futuro en Estados Unidos ha dependido de una decisión presidencial, teñida más por la búsqueda de apoyos políticos que por la lógica de los derechos humanos y la justicia. Si bien los beneficiarios del TPS han logrado un período más de gracia para seguir en Estados Unidos, hay que recordar que ellos son una minoría entre los migrantes centroamericanos. Cálculos aproximados permiten inferir que menos del 10% del total de los salvadoreños en Estados Unidos gozan del TPS; es decir, cerca de millón y medio de compatriotas permanecen allá sin papeles y sin ningún tipo de protección, bajo la amenaza de ser deportados en cualquier momento.

Los que permanecemos en El Salvador estamos en deuda con todos esos hermanos nuestros, que en su momento tuvieron que abandonar el país y emigrar, como hoy hacen tantos otros. En primer lugar, nuestra sociedad les negó la posibilidad de quedarse y vivir dignamente acá, en condiciones de seguridad adecuadas. En segundo lugar, con su trabajo, esfuerzo y solidaridad, los migrantes mantienen a flote la economía nacional. Las remesas que envían les permiten a sus familiares llevar una vida digna, dinamizan las actividades económicas y sirven para cerrar la brecha de la balanza comercial, que es claramente deficitaria: el valor de las importaciones es el doble del valor de las exportaciones. Sin las remesas, nuestra economía dolarizada sería insostenible.

La emigración de los salvadoreños y las inadecuadas condiciones en las que se da son un llamado permanente a trabajar arduamente en las transformaciones que El Salvador necesita para dejar de expulsar a sus hijos y de vivir a su costa. Un llamado a abandonar el sectarismo y el ciego egoísmo que por hoy campan a sus anchas en el territorio nacional, y a sumar esfuerzos para que todos puedan vivir, desarrollarse, realizar sus sueños y gozar de bienestar en el país que les vio nacer y les ha dado su identidad.

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