La Organización Internacional del Trabajo, conocida por sus siglas como OIT, incorporó la justicia social en su Constitución desde su nacimiento en 1919, inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial. Y la consideró indispensable para la paz universal. Anteriormente, en 1843, el jesuita Luigi Taparelli, considerado uno de los iniciadores de la doctrina social de la Iglesia, había acuñado el concepto de justicia social definiéndola como la virtud que debe "igualar de hecho a todos los hombres en lo tocante a los derechos de humanidad". Paz mundial y derechos humanos son, pues, los dos grandes elementos que subyacen en este concepto de justicia que desde 2007 tiene su jornada conmemorativa el 20 de febrero, proclamada así por la Asamblea General de las Naciones Unidas.
En países como El Salvador, es urgente reflexionar sistemáticamente sobre la justicia social. Y por eso no podemos dejar pasar este día sin decir una palabra que nos despierte. Porque vivimos en una situación de injusticia social que en la práctica consideramos natural. O consideramos tan difícil superarla que optamos por buscar soluciones individuales a problemas que deberían tener una solución social. Los ejemplos abundan. En la esfera privada, son evidentes. Frente a una creación y un mundo en el que nadie es extranjero y a cuyos bienes todos tenemos derecho, se han ido estableciendo sistemas de mercado y propiedad privada que terminan acumulando bienes en muy pocas manos y excluyendo a demasiadas personas del desarrollo. Las diferencias en el ingreso son escandalosas y, con frecuencia, fuente de violencia, guerra y miseria.
Incluso en la estructura de nuestro Estado de derecho se contempla de un modo sistemático la injusticia social. El doble sistema de salud pública, el del Ministerio por un lado y el del ISSS por el otro, es una muestra clara de cómo vemos con indiferencia la injusticia, pues el derecho a la salud es universal, y la calidad debería ser la misma para todos en un sistema público unificado. Lo mismo pasa con el sistema de pensiones, que excluye a la mayoría de los trabajadores del país. Si es cierto, como dice el Ministerio de Trabajo, que el desempleo no llega al 7% en el país, ¿por qué más de tres cuartas partes de la población trabajadora no tienen acceso al sistema de pensiones? Esto solo lo explica la existencia de un sistema social y político injusto.
Y si hablamos de ingresos, el escándalo es mayúsculo. El sueldo de cualquier puesto público debería estar en relación con el salario mínimo, y tener un techo. Por ejemplo, que nadie ganara más de 10 salarios mínimos. Sin embargo, la realidad es muy diferente. A los diputados, siguiendo con un ejemplo concreto, el salario mínimo no les interesa a la hora de fijar su propio sueldo. El ingreso mensual de un parlamentario que no tiene cargo directivo en la Asamblea es, según la Ley de Salarios de 2012, de 2,311 dólares. A esta cantidad se le añade mensualmente, en virtud de la misma Ley, 800 dólares de gastos de representación y 914 de transporte y comunicación. En total, estos funcionarios gozan de un sueldo mensual de 4,025 dólares, eliminados los centavos.
En contraste, el salario mínimo del campo es, según datos oficiales, de 104 dólares al mes. En otras palabras, un diputado gana un poco más de 38 salarios mínimos del campo. ¿Es esto justo? ¿Se puede legislar tan parcialmente a favor de sí mismo mientras se ve con indiferencia un salario de hambre en el campo? ¿O es que los diputados ignoran la situación de su propio país? Si de los diputados pasáramos a los gerentes y dueños de la empresa privada, el escándalo sería mayúsculo. Y es necesario hablar de ellos porque los representantes del sector privado están presentes en el Consejo Nacional del Salario Mínimo e inciden en la decisión de poner esos salarios de hambre. ¿Les gustaría que sus hijos vivieran con esos ingresos? Eso de amar al prójimo como a sí mismo no parece estar en la lista de los poderosos, sean del dinero o de la política.
No son más que ejemplos, ciertamente sangrantes. Pero no deberíamos pasar con los ojos cerrados ante ellos. La justicia social es indispensable para la sana evolución y desarrollo de un país. Es imposible lograr una victoria contra la violencia si nuestra realidad de injusticia social está plagada de ejemplos tan escandalosos como públicos. El Concilio Vaticano II, cuyo quincuagésimo aniversario estamos celebrando, decía ya hace cinco décadas que "resulta escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los miembros y los pueblos de una misma familia humana. Son contrarias a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la paz social". En este día dedicado a la justicia social, bien haríamos en enfocar la mirada en la situación de los más pobres, apreciar con ojo sincero nuestra realidad y recuperar la capacidad de escandalizarnos ante la injusticia. Nos urge superar esta indiferencia. Si no somos capaces de indignarnos ante el olvido del pobre y del oprimido, no pidamos hipócritamente la solución del problema de la violencia. Solo desde la opción por la justicia social podremos planificar y construir un mejor futuro que sea compartido por todos.