Quienes defendieron la ley de amnistía nunca pensaron ni reflexionaron sobre las consecuencias de la misma. Quienes mataban sacerdotes, asesinaban niños durante la guerra o violaban mujeres en las cárceles, jamás pensaron que el futuro les sería hostil y peligroso. Quienes utilizaban la brutal y bárbara palabra "ajusticiar", y en consecuencia ajusticiaban a personas sólo porque pensaban diferente, fueran intelectuales de izquierda o de derecha, creían que hacían un bien y un servicio a la nación; no importaba que la víctima fuera el mejor poeta salvadoreño del siglo veinte, Roque Dalton, o un anciano filósofo jubilado, el doctor Peccorini, que escribía en realidad para un público reducido. Lo importante era demostrar que se podía matar, y especialmente matar a quienes pensaban, protestaban, disentían o simplemente pasaban por la calle mientras se desarrollaban operativos de muerte.
Hoy, las historias de brutalidad del pasado siguen teniendo sus reflejos no menos brutales en el presente. Hace pocos días se asesinaba a un niño de doce años y se hería a su madre cuando lo llevaba a la escuela. El jueves, un pleito estúpido de un pleitista navajero con odios acumulados en su interior (a saber por qué razones) volvió a ensombrecer la conciencia nacional al aparecer en las páginas de La Prensa Gráfica la terrible secuencia de fotografías de lo que terminó en asesinato.
Un asesinato que, además, se produjo en medio de la vía pública, mientras los compañeros del estudiante asesinado huían, las personas pasaban en sus vehículos, los vigilantes permanecían impávidos a pocos pasos y los fotógrafos sacaban decenas de fotografías. Afortunadamente, en esta ocasión los victimarios han sido detenidos; y la edad del asesino ha revivido la discusión sobre la ampliación de penas a menores. El panorama es terriblemente triste: se puede matar mientras la ciudadanía observa; los periodistas se convierten en observadores, y el crimen, en espectáculo que otros tienen que resolver. El miedo a los asesinos y a la impunidad es tan fuerte entre nosotros que nadie se atrevió a intervenir para defender a la víctima. Tal vez se consideraba que era un pleito callejero más, sin consecuencias fatales. Pero las consecuencias fatales están siempre en nuestro país a la vuelta de la esquina.
La muerte de este joven, Carlos Francisco Garay, debe despertar una vez más nuestra responsabilidad ante la situación de violencia. Todos y todas tenemos que impulsar con mucha más fuerza la cultura de paz. Todos debemos ser más sistemáticamente sensibles ante la violencia callejera, denunciando, estorbando al agresor, gritando, interviniendo según nuestras posibilidades. Todos tenemos que asumir nuestra responsabilidad en vez de sepultarnos en el miedo que la impunidad produce. Y todos también debemos dejar nuestra hipocresía de echar la culpa a las leyes, cuando lo que existe es una ineficacia institucional muy grande frente al crimen, una realidad muy deficiente en los derechos económicos y sociales de la población, y un silencio cómplice ante el delito pequeño, el abuso y la falta de respeto, demasiadas veces institucionalizada.
El país necesita más y mejores policías con urgencia, más y mejores fiscales, y jueces más capaces y honestos. Y necesita también cooperación ciudadana, construida sobre una confianza en las instituciones que las mismas autoridades deben ganarse. Necesita más justicia social y más cultura de paz. Algo que no es sólo responsabilidad del Gobierno, sino de todos y todas. Ojalá tanta sangre inocente nos haga reflexionar y nos lleve a soluciones integrales, y no a esas soluciones parciales a las que tanto se acude y que no conducen a la verdadera solución de los problemas.