Las palabras de monseñor José Luis Escobar sobre la posibilidad de que El Salvador se convierta en un Estado fallido han provocado polémica. Generalmente, se llama así a Estados cuya institucionalidad prácticamente no funciona. En especial, la evaluación se centra en lo relativo al monopolio efectivo del uso de la fuerza. Estados con guerras civiles, terrorismo o falta de control del territorio pueden verse frágiles, cercanos a ser fallidos. Sin embargo, las palabras de un pastor hay que entenderlas en un sentido más amplio.
El arzobispo habla de un Estado que le falla a la gente, no de un Gobierno. Y en ese sentido, la reflexión debe versar sobre el Estado salvadoreño, que se refleja en la Constitución y en las instituciones que le son propias. Según la Carta Magna vigente, que viene, con algunas reformas, desde 1983, el Estado salvadoreño está al servicio de la persona humana y tiene como obligación asegurar para ella "el goce de la libertad, la salud, la cultura, el bienestar económico y la justicia social". ¿Nuestro Estado ha cumplido con éxito esas tareas? No es necesario ser un premio Nobel para darse cuenta de que ha fallado en dar la libertad, salud, cultura, bienestar económico y justicia social que la Constitución promete en su artículo primero.
Es cierto que ha habido mejoras. No solo de gran calado, como los Acuerdos de Paz, sino también en campos educativos o de salud. Pero también tenemos que reconocer que hay fallas y estancamientos que justifican que el arzobispo nos diga que corremos el riesgo de convertirnos en un Estado fallido. Los políticos tienden a usar para sus propios fines las frases de quienes tienen ascendente entre los ciudadanos, como lo son acá los representantes de la Iglesia. Sin embargo, los obispos no hablan para los políticos en exclusiva, sino para toda la sociedad. Por eso, en vez de tomar lo dicho como un ataque al Ejecutivo, que es un órgano del Estado, debemos todos reflexionar si este le está fallando y en qué al pueblo salvadoreño.
De hecho, somos muchos los ciudadanos y miembros de la sociedad civil que pensamos que el Estado salvadoreño necesita reformas profundas, porque tiene fallas graves en su obligación de servir a los salvadoreños. Si no fuera así, la sangría de migrantes se hubiera revertido, detenido o bajado notablemente. Y lo que vemos es un aumento de niños migrantes. Las redes de protección social del Estado son débiles, no cumplen al ciudadano en sus expectativas, y multiplican y acrecientan la desigualdad. Basta contemplar el doble sistema público de salud, con las grandes desigualdades entre el Seguro Social y la red del Ministerio de Salud, para darse cuenta de que vivimos en un Estado que le falla a los pobres, depreciándolos y marginándolos a una salud de tercera categoría.
La discusión y el debate no deberían centrarse en si estamos o no a las puertas de un Estado fallido; más bien, en qué le falla el Estado a la sociedad y cuáles son los factores que inciden en ello. Es cierto que el Gobierno tiene la administración del Estado, pero también la empresa privada, la sociedad civil y ciertas instituciones pueden ocasionar fallos concretos y severos en la organización y funcionamiento estatales. Un Estado organizado más al servicio del capital que del trabajo acaba fallándole a los trabajadores. Y ese es el caso de El Salvador.
Los Estados con frecuencia son configurados por los liderazgos nacionales, sean estos empresariales, políticos, laborales o incluso militares. Los graves problemas del Estado salvadoreño, que lo han llevado a estar a las puertas de ser fallido, tienen sus raíces históricas en formas de organización social autoritarias y oligárquicas. Y de esas formas quedan todavía demasiados residuos en las instituciones, los partidos políticos y la cultura misma. Las palabras de monseñor Alas deberíamos asumirlas como una advertencia: el Estado falla cuando no sirve a la gente, cuando no la protege, cuando no le ofrece bienestar. Y salvo momentos especiales y puntuales, el nuestro viene fallando tanto desde sus instituciones como desde sus liderazgos. Tomarse en serio las deficiencias y debatir sobre una necesaria reforma del tipo de Estado en El Salvador sería la forma más coherente y fructífera de recibir la advertencia del arzobispo.