El Gobierno actual difícilmente abandonará las elecciones; cómo las implementará es otro tema. Su tendencia a erosionar la democracia parece seguir una especie de manual. Sin embargo, eso no le impide seguirse autodenominando como democrático. Hasta hace unos años, el sistema de gobierno salvadoreño siempre había sido catalogado como democracia imperfecta. Diferentes países del mundo habían apoyado o liderado una variedad de procesos y proyectos para mejorar el sistema judicial, aumentar la conciencia democrática de la ciudadanía e ilustrar sobre la gobernanza. Ello con la finalidad de contribuir a que El Salvador pasara de una democracia imperfecta a una moderna y desarrollada, en la que gobiernan las leyes, no las personas. La administración de Bukele ha preferido seguir un camino diferente, acrecentando el autoritarismo y la sujeción de prácticamente toda la institucionalidad del Estado al Ejecutivo. Por tanto, no extraña que analistas y estudiosos de la democracia ya no nos califiquen como democracia imperfecta, sino como un régimen de gobierno híbrido que mantiene algunos rasgos democráticos mientras destruye o daña aspectos clave como la separación de poderes.
Los pasos en este proceso de erosión democrática han sido claros. El primero, crear expectativas de cambio (algunos miembros del partido en el poder hablan de “nueva era”) y agudizar la polarización del país. El segundo, interpretar la ley de modo arbitrario y mostrar autoridad y fuerza, apoyándose en el Ejército y la Policía, para acto seguido aprovechar la debilidad de la cultura democrática y de las instituciones para apoderarse de estas. Una vez conquistada electoralmente la Asamblea Legislativa, la destitución de funcionarios de órganos de control democrático se llevó a cabo con facilidad. El tercer paso fue girar orden de captura contra algunas personas que podrían tener liderazgo en una posible oposición partidaria, encarcelándolos mediante un proceso turbio y sin respetar la presunción de inocencia. Comenzó así a haber presos políticos y una cantidad considerable de gente con criterio e influencia democrática abandonó el país.
Hasta el momento, la búsqueda de controlar el pensamiento constituye el último paso. Los medios de comunicación independientes están sometidos a distintas formas de presión y acoso. Cualquier idea que diverge de las del poder es atacada en las redes, llegando incluso a las amenazas de muerte. La propaganda y los insultos son hoy asunto diario. Se arremete contra la sociedad civil crítica, la libertad de prensa y la defensa de los derechos humanos. Se aboga por el autoritarismo y por la imposición de castigos arbitrarios aprovechándose de la sed de venganza causada por la historia de impunidad, escaso desarrollo y corrupción de los últimos 30 años. Impresiona el contraste entre la suavidad con la que se trata a militares acusados de crímenes de lesa humanidad y la dureza que se dispensa a opositores políticos o a ciudadanos estigmatizados por su condición socioeconómica.
Al menos de momento, este camino ha culminado en un estado de excepción que se está utilizando para demostrar poder y hacer un ejercicio de autoridad e impunidad que sirva de aviso a los opositores. Si se invoca el derecho de guerra para justificar detenciones masivas, no parece lejano el día en el que se criminalice la libertad de expresión frente a la situación política y social. Volver al respeto a los derechos humanos es el único camino razonable para salir de esta erosión sistemática de la democracia.