En los últimos días, parte de la atención mundial ha estado puesta en Ecuador y Chile, que han pasado a sumarse a la lista de países del Latino América que bullen socialmente, como Honduras y Nicaragua, a los que puede sumarse Bolivia. No faltan las interpretaciones ideologizadas y superficiales sobre la situación. Así como hace un año se quisieron explicar las masivas caravanas desde Centroamérica hacia Estados Unidos como fruto de manipulaciones y engaños, ahora se pretende culpar del estallido social en los dos países sudamericanos a un tercero: Venezuela. Ello es tan falso como afirmar que la acción del ser humano no tiene ninguna incidencia en el cambio climático del planeta. Y precisamente estas dos mentiras surgen desde los mismos sectores, aquellos que defienden el modelo excluyente y voraz que organiza la sociedad y la economía de la gran mayoría de países latinoamericanos.
La eliminación del subsidio a los combustibles en Ecuador y la subida del pasaje del metro en Chile fueron las gotas que colmaron la paciencia de esos pueblos. Como dicen los manifestantes en Santiago de Chile, “el problema no son los treinta pesos, sino los 30 años”. El estallido social se debe al cansancio por décadas de esperanzas frustradas, corrupción y exclusión; al hartazgo con un modelo económico que promete bienestar para todos, pero que solo beneficia a pequeños grupos, profundizando la desigualdad. En muchos países, el modelo ha impuesto un sistema privado para solucionar las demandas de la población en cuestiones básicas y vitales como las pensiones, el agua y la salud, y ello ha llevado al encarecimiento de los servicios. Además, las cifras macroeconómicas no se han traducido en mejoras en los niveles de vida de las mayorías.
Los que viven obsesionados con los índices de crecimiento y fiscales, y que se regocijan cuando se cumple con los parámetros de los organismos financieros internacionales, exhiben una absoluta desconexión con los problemas más importantes de la gente. Por ello, la ciudadanía le está dando la espalda a las élites económicas y políticas de viejo cuño. La democracia formal que proclama la igualdad de todos no tiene correlato en la cotidianidad latinoamericana. La desigualdad, la pobreza y la exclusión se han instalado e institucionalizado entre nosotros. Esta realidad es violenta, porque atenta contra la viabilidad de la vida, y es estructural, porque se reproduce sistémicamente generando sufrimiento en la población. Y como dijo monseñor Romero, la violencia estructural origina todas las otras violencias.
En definitiva, lo que está detrás de la convulsión latinoamericana es un modelo que no cumple con los estándares internacionales para una vida digna. Un modelo que se centra en el crecimiento económico infinito y en la destrucción de la naturaleza. Las mismas causas que están a la base de las crisis en Ecuador y Chile están detrás de las caravanas de migrantes o del descontento del pueblo nicaragüense. Esos son los espejos en los que El Salvador debe mirarse si persiste en apostar por un modelo fracasado que solo beneficia a las élites y que se mantiene sordo y ciego a las necesidades y los clamores ciudadanos.