Estamos en plena campaña electoral. Las promesas se multiplican por todas partes. Las explicaciones de cómo se van a cumplir esas promesas son escasas. Queda sin respuesta y en el misterio el tema de dónde va a salir el dinero en un país endeudado y con bajo crecimiento para llevar al pueblo tanta felicidad como anuncian los políticos. En este contexto, es importante hacer una reflexión ética y cristiana, especialmente cuando el cristianismo tiene una profunda relación con la salvación de la persona humana en su integralidad y ha mantenido a lo largo de su historia un importante desarrollo del pensamiento social.
Ha sido tradicional en el pensamiento de la Iglesia señalar que los bienes de este mundo tienen un destino universal. Es decir, toda la creación es patrimonio de la humanidad, y no de unos pocos. Cuando este destino universal de los bienes es negado, acentuando la pobreza y el desamparo de muchos, la obligación cristiana es optar por los pobres. Frente a la visión burguesa que insiste en que el desarrollo individual de los más fuertes llevará felicidad a todos, la ética cristiana insiste en que la ley del más fuerte en la economía es la de los más desprovistos de conciencia.
Así, ante tanta promesa enmarcada más en ofrecer posibilidades que en estructurar la sociedad de un modo más justo, es necesario, para quienes nos consideramos seguidores de Jesús de Nazaret, impulsar en el debate electoral una ética de inspiración cristiana. En El Salvador, tenemos instituciones y normas que diferencian los derechos básicos de las personas. La educación de calidad está reservada a las minorías. El sistema de salud discrimina brutalmente entre cotizantes y no cotizantes. La ley del salario mínimo establece sueldos de hambre para los trabajadores agropecuarios y de menos hambre para los del sector de comercio y servicios en la ciudad. A las empleadas del hogar se las puede incluir en el Seguro Social, pero con menos derechos que el resto de los trabajadores.
Discriminaciones, desigualdades ante la ley y ante las instituciones nos definen como una sociedad clasista e irrespetuosa de la igualdad en dignidad de las personas. El destino universal de los bienes, que incluyen hoy a la salud, el salario decente y la educación de calidad, no se respeta en El Salvador. Y eso sin mencionar la profunda desigualdad en el ingreso, el lujo de algunos conviviendo al lado del hambre y de las necesidades básicas insatisfechas de muchos.
Ante la multiplicación de promesas es necesario poner en evidencia la realidad. Son falsas las promesas si no se corrigen tanto este Estado discriminador, patrocinador legal de la desigualdad, como sus instituciones, que en lugar de proteger al ciudadano estratifican los derechos de las personas dándoles prestaciones muy diferentes según su nivel de ingreso. Un Estado generador de desigualdades que ha sido organizado por élites extractivas que solo buscan maximizar sus beneficios, y con políticos que han sido incapaces de imponerse sobre ellas. Son estas élites las que han instaurado instituciones que evaden invertir en las personas lo que estas merecen desde su propia dignidad. Y por supuesto, con el fin de lucrarse, porque para los privilegiados es menos costoso apoyar a un Seguro Social que solo cubre al 25% de la población.
De cara a la elección presidencial y con tanta promesa hecha, la justicia social, la igual dignidad de las personas, el análisis de las instituciones y los servicios que prestan a la ciudadanía deben estar presentes en el debate. No vivimos en un país en el que con unas pocas promesas más se resuelvan los problemas. Vivimos en uno con una clara injusticia estructural, y son precisamente esas estructuras injustas las que deben ponerse en el debate electoral. Lo contrario sería olvidarnos de la ética cristiana, de la doctrina social de la Iglesia y, en última instancia, del propio Evangelio.