El aumento de los delitos de sangre sigue estremeciendo a la conciencia nacional. Si la cultura de paz consiste, en primer lugar, en proteger y defender la vida, hay algo que no hemos asimilado de los Acuerdos de Paz ni de las personas que se arriesgaron y dieron todo por un futuro fraterno. En la búsqueda de soluciones a esta situación, que no queda más remedio que catalogar como grave, es necesario descender a las posibles causas. Entre las explicaciones más frecuentes del auge de homicidios hay varias que conviene analizar con claridad, dentro de la brevedad de un editorial. No tanto para darles absoluto crédito, sino para comenzar una reflexión y animar, en otros foros, a profundizar en el problema.
Una explicación clásica es que la desigualdad continúa creciendo en El Salvador y que los problemas económicos y sociales sin resolver son cada día más visibles. Aunque esta perspectiva del problema se haya repetido muchas veces, lo cierto es que nunca se ha asumido. Algunos rasgos graves de la desigualdad siguen presentes, incluso en las instituciones dedicadas a la protección social. Y la indiferencia social ante la cuestión es mucho más abundante que el debate. Ciertas formas de pobreza, cuando conviven con exhibiciones de riqueza y lujo, son al mismo tiempo realidades violentas e incitaciones a la violencia. Desechar esta explicación por considerarla repetitiva o por miedo a sus consecuencias podría ser un grave error.
Otra teoría afirma que la política de mano dura para enfrentar el crimen multiplica la violencia en vez de aplacarla. Que el auge de homicidios ha acompañado a las políticas de mano dura es un dato fehaciente. Y que desde el fin de la tregua se han implementado políticas más duras es evidente. Las masacres de supuestos pandilleros jóvenes en presuntos enfrentamientos con la Policía o el Ejército no han sido explicadas ante la opinión pública de un modo convincente, y han dado pie a pensar en políticas de exterminio. Y los asesinatos de policías hablan de un endurecimiento por parte de las maras. Aunque no haya evidencias claras de una política de exterminio, hay suficientes elementos para considerar la hipótesis e investigar a fondo.
No faltan también los que piensan que las disputas entre narcotraficantes por control de territorios se desplazan hacia el sur, a estas tierras, al igual que el tráfico de armas. El accionar creciente de estas mafias y la amplia impunidad, así como las alianzas con otros delincuentes para el narcomenudeo, explicarían el incremento de la violencia. Además, la corrupción en las instituciones, no debidamente investigada, obliga a que no esté ausente de la reflexión.
Y finalmente, la teoría de la conspiración: la violencia beneficia a algunos sectores. Los costos de seguridad para unos implican beneficios para otros grupos económicos. Lo mismo que la venta de armas, tanto legal como ilegal. Si es cierto que las empresas salvadoreñas gastan en conjunto más de mil millones de dólares en pagar por seguridad, no hay duda de que hay intereses importantes detrás de ese sector de servicios. La violencia, por otra parte, tiene costos políticos y puede reportar ventajas a sectores críticos del poder. Aunque las teorías conspirativas son propias de tradiciones políticas y gubernamentales poco transparentes, no conviene echar en saco roto esta idea.
Por supuesto, hay otras explicaciones, pero hemos mencionado las más frecuentes. Ninguna es única o absoluta; todas tienen que ser reflexionadas. Sin lugar a dudas, la desigualdad, el narcotráfico, el negocio de las armas, la debilidad institucional, la cultura machista y violenta, y la indiferencia de quienes ven en la inseguridad una oportunidad para lucrarse son factores de violencia. Al contrario, el camino de solución pasa por hablar las cosas con claridad, investigar a fondo delitos que puedan venir desde las instituciones, controlar y disminuir el número de armas de fuego en manos particulares, mejorar la calidad de la investigación y la persecución del delito, y reforzar el desarrollo invirtiendo en la gente y mejorando drásticamente las redes de protección social.