La semana pasada surgió una controversia sobre el número de secuestros en el país. Las extorsiones están también a la orden del día y mucha gente teme ser la siguiente en recibir una llamada telefónica. Algunas colonias pobres del gran San salvador se están vaciando porque sus habitantes, por poco dinero que tengan más que el promedio, empiezan a recibir llamadas de extorsión con amenazas crueles y peticiones que van más allá de sus posibilidades.
En este contexto, urge tanto la ley de intervención de comunicaciones como medidas crecientes de protección de testigos. Es obvio que hay una serie de derechos que deben respetarse, incluso en los sospechosos de graves crímenes. Pero, en general, los derechos de las víctimas deben siempre —en una sana justicia— prevalecer. Si algo indigna a la ciudadanía es que los operadores de los procesos de investigación muestren que los derechos de las víctimas son inferiores a los de los victimarios.
Por ejemplo, sin la ley resulta hoy sumamente engorroso averiguar por la vía de la denuncia a quién pertenece un teléfono desde el cual se están profiriendo amenazas. Lo que no toma más de 5 minutos desde el momento en que la persona adecuada en una compañía de teléfonos se entera del número sobre el que se pide información, resulta que lleva semanas si se realiza a través de los canales existentes en la actualidad. El victimario tiene semanas para ocultarse, incluso después de cometer su delito, y la víctima queda durante ese tiempo en el desamparo.
La lucha contra las extorsiones y las amenazas debería contar con mecanismos de apoyo concretos y dirigidos con claridad a ubicar, detener y recoger pruebas contra quienes extorsionan y amenazan. El problema no es sólo el número de secuestros o extorsiones, sino la incapacidad de nuestros instrumentos de lucha contra el delito que impiden que los números bajen. Es cierto que los factores que desencadenan la criminalidad en nuestro país son múltiples, y que hay que atacar la criminalidad desde todos los ángulos. Pero también es cierto que hay que afinar los instrumentos que permiten luchar contra el crimen.
Con una Fiscalía poco dotada de recursos, con una Policía con insuficiente personal, con escasa inversión en prevención del delito, con indecisiones a la hora de restringir claramente la portación de armas y con una legislación que entorpece la persecución del delito, no iremos muy lejos en la lucha contra la violencia. Entre otras, urge la ley de intervención de telecomunicaciones.
No se trata aquí de culpar a quienes día a día se enfrentan a la delincuencia, sino de insistir en que el problema se debe encarar con seriedad. Y que en medio de las deficiencias que tengamos, que al menos los instrumentos de persecución del delito sean eficientes. Empezar por las intervenciones telefónicas y por restringir con energía la portación privada de armas de fuego serían dos pasos importantes para la seguridad de todos.