El miércoles 3 de febrero, los dos periódicos matutinos de mayor circulación en el país coincidieron en idéntica portada, cuyo titular fue “El robo del siglo”. En la “noticia” se rememoraban grandes tragedias del pasado y se advertía de un acontecimiento próximo que afectaría a la mayoría de trabajadores. El asunto causó preocupación en no pocas personas, sobre todo en los más incautos, que comenzaron a especular sobre la índole de la catástrofe venidera. Algunos quizás pensaron que se podría tratar de algo equivalente a las reformas liberales de fines del siglo XIX, cuando el régimen del presidente Zaldívar eliminó por decreto las tierras comunales y ejidales, despojando a los indígenas de ellas y dando origen al fundamento económico de la oligarquía cafetalera del país, cuyos apellidos siguen cosechando hoy en día los beneficios de aquella expoliación legalizada.
A otras personas probablemente les vino a la mente el recuerdo de la privatización de la banca después de la guerra, que, a costa del Estado y del interés público, representó un negocio redondo para las grandes familias del país, algunas de las cuales son las mismas que obtuvieron su capital originario de la expoliación de nuestros antepasados indígenas. Compraron los bancos del Estado a precio de saldo y años después los vendieron a firmas transnacionales multiplicando con creces lo que habían mal pagado. Hablar de robo del siglo quizás también hizo recordar la venta de la Administración Nacional de Telecomunicaciones (Antel) y de las distribuidoras de energía eléctrica, a finales de los noventa. Privatizarlas provocó la pérdida de las utilidades que estas empresas estatales dejaban al país; utilidades que podrían invertirse en programas sociales para el pueblo más pobre.
Otras personas que leyeron la noticia a lo mejor no pensaron en un robo puntual, sino que asociaron el robo del siglo a la permanente e histórica evasión y elusión fiscal, estimada en cientos de millones dólares anuales que el Estado deja de percibir para invertirlos en la población. En mayo de 2015, el Ministerio de Hacienda hizo pública una lista de grandes empresas que adeudaban al fisco unos 372 millones de dólares, acción que fue reprochada por la principal gremial empresarial del país, porque, a su juicio, los apellidos de sus amigos o agremiados, aunque no paguen impuestos, no pueden ser revelados. Hubo algunos que acaso asociaron la noticia al inhumano salario mínimo que desde siempre se le paga a los salvadoreños. U otros al 3% que la ANEP ha propuesto como aumento al salario mínimo actual. En números, esa propuesta significa que el más alto de los salarios mínimos (el de industria y comercio) se incrementaría en 2016 en 7.5 dólares.
Sin embargo, la portada de los periódicos no se refería a nada de lo anterior. Se trató de lo que en la jerga periodística se conoce como “falsa portada”, expresión muy adecuada para este caso. La falsa portada se da cuando una edición de un medio escrito trae dos portadas, una de las cuales, con todas las características tipográficas y de formato de las verdaderas primeras planas, se ha vendido a un cliente a cambio de una buena cantidad de dinero. En marzo de 2010, el periódico estadounidense Los Ángeles Times vendió por 700 mil dólares su portada a la compañía Disney para promover una película. Eso provocó indignación entre los lectores acostumbrados a leer en la primera plana los titulares más relevantes del día. La reacción de los lectores y de la comunidad académica se sintetizó en la frase del profesor Roy Peter Clark: “Es un precio bajo para vender el alma”. Los lectores se indignaron no porque fuera publicidad, sino porque se trataba de una parte del periódico que hasta entonces había estado libre de ella y en la cual el contenido respondía a criterios estrictamente periodísticos. El resultado: pérdida de credibilidad del medio.
En el caso que nos ocupa, las falsas portadas se publicaron sin indicar claramente que se trataba de un campo pagado y sin la firma correspondiente, violando así las reglas que los mismos periódicos han establecido para ese tipo de contenido. Sin embargo, el mismo día se conoció que la publicidad procedía de la Asociación Nacional de la Empresa Privada y que hacía referencia a la propuesta de ley sobre las pensiones, que presentará en los próximos días la administración de Sánchez Cerén. Más allá de si en este caso se trata de la simple —aunque poco transparente— compra del espacio más importante de un periódico o de un acuerdo interesado entre los medios y el cliente para atacar al Gobierno y desinformar, el problema de las pensiones merece ser tratado con seriedad y análisis riguroso, no ser objeto de campañas amarillistas y confrontativas. Los argumentos en contra o a favor de la propuesta sobre las pensiones deben formularse técnicamente y pensando en el bien común, en la dignidad de todos los trabajadores. Pretender engañar a la población en un tema tan delicado, recurriendo a publicidad alevosa y antiética, es propio de quienes viven de espaldas a El Salvador y su gente.