Naciones Unidas ha hecho suya la bandera de la lucha contra la pobreza, y está empujando a sus Estados miembro a poner fin a la misma cuanto antes. A principios de este siglo, cuando se definieron los Objetivos del Milenio a alcanzar en 2015, el primero de ellos fue erradicar la pobreza extrema y el hambre. Lamentablemente, a pesar de la significativa disminución de la pobreza extrema en el mundo, no se ha logrado suprimirla en su totalidad. Las cifras correspondientes a 2015, las últimas disponibles, muestran que 736 millones de personas (un 10% de la población mundial) vivían ese año en pobreza extrema. Sin embargo, Naciones Unidas dio un paso más y fijó como meta poner fin al flagelo en 2030, siendo este el primero de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible, de obligatorio cumplimiento para todos los países que forman parte de la ONU. Además, como recordatorio anual de este compromiso, se designó el 17 de octubre como el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza.
El paso que ha dado Naciones Unidas es de gran trascendencia. Ya no se trata solo de combatir la pobreza extrema, sino de poner fin a cualquier forma de pobreza en el planeta, una realidad que actualmente afecta al 48.4% de la población mundial (es decir, a 3,460 millones de personas) y que muestra las contradicciones de la época actual. La misma ONU lo afirma: “En un mundo caracterizado por un nivel sin precedentes de desarrollo económico, medios tecnológicos y recursos financieros, es un escándalo moral que millones de personas vivan en la extrema pobreza”. Y aclara que “la pobreza no es solo una cuestión económica; es un fenómeno multidimensional que comprende la falta tanto de ingresos como de las capacidades básicas para vivir con dignidad”. Además, “se caracteriza por vulneraciones múltiples e interconexas de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, y las personas que viven en la pobreza se ven expuestas regularmente a la denegación de su dignidad e igualdad”.
Para el papa Francisco, la erradicación de la pobreza es un imperativo, y por ello es necesario trabajar urgentemente sobre sus causas estructurales. No basta, pues, con planes asistenciales. Hay que ir más a fondo, dice el obispo de Roma; “sin resolver radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera, y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales.”
Para que en El Salvador se cumpla con el objetivo hay que tomar decisiones importantes. La tarea no será fácil. Según la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples de la Dygestic, en 2015 el 35% de los hogares del país eran pobres, lo que significa que 2 millones 624 mil salvadoreños vivían en condiciones de pobreza. Una tasa 5% más alta que el promedio de América Latina. Sin una lucha frontal contra la desigualdad, sin educación de calidad desde la primera infancia, sin un sistema de salud público eficiente y con cobertura nacional, sin agua y saneamiento para toda la población, sin acceso a viviendas dignas, sin empleos decentes, sin un sistema previsional de acceso universal, sin un salario mínimo que cubra la canasta básica ampliada, nunca erradicaremos la pobreza. Y todo ello requiere de un sistema impositivo progresivo, en el que los que más tienen se solidarizan con los más pobres aportando en mayor proporción a la hacienda pública. Esto es lo que pedía san Romero, y a ello debemos comprometernos en honor a su canonización.
En estos tiempos electorales, los candidatos deben presentar propuestas para erradicar la pobreza en El Salvador a más tardar en 2030. Propuestas que sean viables y creíbles, en las que no se deje de lado la lacerante desigualdad que nos caracteriza como sociedad. Si no se resuelve ese problema, no será posible un verdadero desarrollo ni avanzar hacia la paz social que todos tanto anhelamos.