Es un hecho inédito en el país que la toma de posesión de un presidente sea tema central de la agenda mediática y genere tanta polémica. Dado que en la política el fondo suele ser la forma, la toma de posesión en la plaza Gerardo Barrios podría interpretarse como un signo de un gobierno popular y abierto, o bien como el preludio de una tónica de actuación que convierte lo negociable en innegociable. Sin embargo, en realidad, el lugar donde se realice el acto no es tan importante como el modo en que se realiza el proceso de transición, la conformación del gabinete y, sobre todo, lo que el nuevo Gobierno haga o deje de hacer en función del interés y las necesidades de la mayoría de la población.
Después de una inobjetable victoria electoral sobre las dos fuerzas políticas que desde 1989 se han turnado la administración del Estado, la llegada del nuevo Gobierno ha generado enormes expectativas de que las cosas se hagan de manera diferente. El país está harto de la falta de capacidad, el nepotismo, la soberbia y la corrupción en todos los órganos del Estado. Harto de figuras que disfrazan su escasa o nula preparación y su desconocimiento de la realidad con supuestos atributos religiosos, histriónicos, artísticos o deportivos. Una rápida revisión a los que ocupan cargos o ejercen una función pública lleva a concluir que nos sobran politiqueros y nos faltan estadistas, funcionarios que, como afirmaba Churchill, piensan en las próximas generaciones, no solo en las siguientes elecciones.
El Salvador necesita un estadista al frente del Gobierno, una persona de Estado que tenga claro cómo enfrentar los problemas estructurales que nos impiden levantar cabeza. Los salvadoreños no necesitan un mandatario que sepa manejar autos de lujo, sino uno que conduzca con sabiduría y nobleza al país. Un humanista que gobierne con firmeza, pero sin que sus decisiones vulneren los derechos fundamentales de nadie. Un presidente que respete y defienda el Estado de derecho, que fortalezca la institucionalidad y que tenga en el centro de sus preocupaciones a los más afectados por el modelo económico. Uno que trabaje por el bien de la mayoría de la población por encima de sus ambiciones personales y las de quienes lo rodean.
El Salvador necesita un mandatario serio, inflexible en su deber de gobernar con ética para un futuro de justicia, democracia y seguridad para todos. Que tenga como prioridad la mejora del nivel de vida de los más pobres y que proceda priorizando el diálogo, la participación y la conciliación. El país requiere un estadista. Esa es la cuestión de fondo.