El abuso sexual contra mujeres y niñas es una verdadera epidemia en El Salvador, y ello refleja una cultura complaciente con una forma de actuar que debería tener el apelativo de maldita. Para colmo de males, el abuso está con frecuencia unido al delito de feminicidio. Según Ormusa, en el primer semestre de este año se cometieron 212 feminicidios; la mitad de las víctimas tenía entre 12 y 34 años de edad. En el mismo período, hubo 2,060 denuncias de violencia sexual; 902 de esos casos fueron de violación contra menores. Dado que diez casos de violación o agresión sexual por cada 100 mil habitantes indicarían la existencia de una epidemia, el país la tiene, pero multiplicada por tres. En efecto, entre violaciones y agresiones sexuales denunciadas, hay 31 casos por cada 100 mil habitantes, quedando fuera de esa cifra de espanto todos los abusos sexuales no denunciados.
Un estudio de la Universidad del País Vasco estima que en dicha región de España la relación entre violaciones no denunciadas y denunciadas es de tres a uno. Si las cosas son así en El Salvador —no hay razón para pensar que acá se denuncia más que en el País Vasco—, se puede afirmar que la epidemia de agresiones y violaciones contra mujeres y niñas es superior a la de homicidios. Apretando los datos, incluso podríamos decir que cada año se perpetran más violaciones contra niñas que homicidios. En nuestro país, la tendencia es a querer arreglar todo con penas más duras. Pero la dureza de los castigos de nada sirve si la mayoría de las personas violadas o agredidas sexualmente no se atreven a denunciar. Es indispensable un esfuerzo cultural.
Así como a los niños se les dice desde pequeños que miren hacia los lados antes de cruzar una calle, de la misma manera hay que concienciarlos sobre la necesidad de que adviertan y denuncien cualquier tipo de abuso sexual. La escuela debe tratar este tema con claridad desde los primeros años de la primaria y el Gobierno, impulsar campañas educativas para la prevención del abuso. Y el machismo debe ser tratado como una lacra social. En esta línea, las instituciones públicas deben promover una presencia de mujeres en puestos directivos que se aproxime cada vez más al cincuenta por ciento. En los códigos de ética del sistema judicial debe sancionarse con dureza a los jueces que ante el abuso de menores se contenten con explicaciones relacionadas con el amor de pareja o argumentos de la peor ralea jurídica. El tiempo de prescripción del delito de abuso de menor o incapaz, además, solo debe comenzar a correr hasta que la persona abusada cumpla los 18 años; y al igual que para otros crímenes muy graves, debe ser superior a los diez años.
Por otra parte, debe ponerse alto a la tendencia a criminalizar a las mujeres y niñas que quedan embarazadas a raíz de una violación. El Estado no hace nada por ellas mientras son agredidas, pero si durante el parto se dan circunstancias en las que peligra la vida del niño, se las acusa de homicidio tentado. Y para ello se aportan pruebas inventadas. Ser mujer, pobre y violada no despierta solidaridad ni en la Fiscalía, ni en el sistema judicial, ni en la Policía. Las instituciones responsables de perseguir y sancionar el delito le fallan a la mayoría de las víctimas. Además, si el menor que ha sufrido una agresión sexual es un niño, hay más burla que ayuda solidaria. El miedo y la vergüenza de las niñas y niños hace que con frecuencia las denuncias se presenten cuando los delitos ya han prescrito.
Transformar la cultura respecto al abuso sexual es la única manera de erradicarlo como epidemia. Y eso nos corresponde a todos. Debemos hablar con claridad sobre el tema y exigirles a las instituciones del Estado mayor compromiso con las víctimas.