En los últimos 10 años, la Fuerza Armada ha adquirido un creciente protagonismo en la vida pública del país, especialmente a través del Ministro de la Defensa Nacional, quien se ha convertido en uno de los principales estrategas en el área de seguridad pública y en hombre fuerte del Gobierno. Un aspecto fundamental de ese protagonismo es el continuo incremento tanto del número como de la implicación de efectivos militares en tareas de seguridad pública. A pesar de que la Constitución de la República manda que el Ejército solo puede realizar dichas tareas extraordinaria y temporalmente, en la actualidad lo hace de manera permanente y en todo el territorio nacional.
A lo largo de estos años, desde la llegada del FMLN al Gobierno, la Fuerza Armada ha multiplicado por más de tres el número de sus efectivos destinados a tareas de seguridad pública. Así, en los últimos nueve años, se ha pasado de cuatro mil quinientos al inicio de la presidencia de Mauricio Funes a más de 15 mil en la actualidad. Además, si antes los militares debían ir siempre acompañados de miembros de la PNC al realizar patrullajes, hoy ya es común verlos patrullando por su cuenta. Paralelamente, ha crecido el total de efectivos de la Fuerza Armada, el mayor crecimiento desde que los Acuerdos de Paz, en 1992, redujeran de manera importante su tamaño. Para muchos, todo ello no es motivo de preocupación, pero la realidad es otra: la Fuerza Armada se está convirtiendo, de nuevo, en un poder fáctico.
26 años después de la firma de la paz, a diferencia de lo que ocurre en la mayoría de países democráticos, un militar, no un civil, dirige el Ministerio de la Defensa Nacional. Y no hay otra manera de interpretarlo: la Fuerza Armada sigue reacia a someterse a la autoridad civil. Que algunos de sus miembros en activo declaren públicamente que Domingo Monterrosa será siempre un héroe y no acepten que se elimine su nombre de la Tercera Brigada de Infantería muestra el poco avance de la institución en materia de respeto a los derechos humanos. Más indicativo de su poder y de la negativa a someterse a la autoridad civil es que no haya aceptado entregar la información que la Fiscalía General de la República le solicitó para poder investigar casos de crímenes de lesa humanidad cometidos durante el conflicto armado.
Si, como afirman las autoridades de la Fuerza Armada, esa información no existe, se debe a que la han destruido, pues por requisito y disciplina deben llevar un registro escrupuloso de sus acciones. Y si la han destruido, la misma institución debería investigar quiénes son los responsables para que respondan ante el poder judicial o ante la jurisdicción militar establecida en la Constitución. La negativa castrense a colaborar en el esclarecimiento de los crímenes de la guerra, no desmarcarse de sus compañeros que cometieron atrocidades, poner trabas para que aquellos de sus miembros acusados de delitos sean investigados y juzgados son muestras contundentes de lo poco que ha cambiado la Fuerza Armada.
Por si fuera poco, en los últimos años se han vuelto a ver conferencias de prensa en las que el Ministro de la Defensa Nacional se hace acompañar de todo el alto mando militar. Munguía Payes se permite ya hacer declaraciones de carácter político y amenazar de forma velada a funcionarios del Estado que cuestionan a la Fuerza Armada, saltándose por alto que forma parte de una institución apolítica y no deliberante. El Ejército, bajo la dirección de Munguía Payés, ha recuperado un poder que los Acuerdos de Paz le habían quitado. Es obligatorio decirlo con sus letras: así las cosas, el Ejército no garantiza coherencia con la doctrina militar propia de un Estado democrático. El Salvador ha experimentado un nuevo y grave retroceso.