Estamos ya a las puertas de la canonización de monseñor Romero. Las opiniones sobre él se multiplican y lo seguirán haciendo en los próximos días. El santo es de todos, nos afecta a todos, porque en el poco tiempo que fue arzobispo marcó decisivamente tanto a la Iglesia como al país. Por tanto, todos tenemos derecho a opinar. Sin embargo, en medio de las opiniones, resulta iluminador recordar lo que Juan Pablo II dijo, un año y medio antes de morir, sobre las características que debe tener un obispo en medio de una situación conflictiva, denominada por él “guerra de los poderosos contra los débiles”, en la que quienes más sufren son los pobres.
En su mensaje, Juan Pablo II les recuerda a los obispos que deben ser profetas de justicia, libres para anunciar con vigor y fortaleza el Evangelio, padres de los pobres, defensores de los derechos humanos, capaces de desenmascarar las falsas antropologías y voz de los que no tienen voz para defender sus derechos. Si se quisiera hacer un breve retrato hablado de monseñor Romero, sería difícil hacerlo mejor. La llamada papal a los obispos para que se solidarizaran con los pobres insistía en que “en el seno de un sistema económico injusto, con disonancias estructurales muy fuertes, la situación de los marginados se agrava de día en día”. Y no hay duda de que monseñor Romero mantuvo en sus tres años de arzobispo una solidaridad clara con los empobrecidos de El Salvador. De hecho, antes de que el papa usara la expresión “voz de los sin voz”, así le llamábamos a Romero en nuestras tierras. Su muerte fue fruto, sin lugar a dudas, de su talante profético y de su defensa de los más débiles.
Hoy que caminamos hacia su canonización, no podemos poner al margen el sentido de su existencia. La Asamblea General de las Naciones Unidas consagró el 24 de marzo como Día Internacional del Derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas. La fecha fue elegida, según se explica en la página web de Naciones Unidas, en recuerdo de “la importante y valiosa labor y los valores de monseñor Óscar Arnulfo Romero […], quien se consagró activamente a la promoción y protección de los derechos humanos en su país”. Desde un punto de vista laico, la ONU vincula a monseñor Romero con el derecho de las víctimas a la verdad. Y por supuesto, desde el punto de vista cristiano, quienes creemos en Jesús, víctima del pecado y la injusticia del mundo, traicionaríamos la fe en él si no apoyáramos a todas las víctimas del mundo trabajando en favor de su dignidad.
A un santo, los cristianos le podemos dar culto, recordarlo en nuestras iglesias, encomendarnos a su protección y amor. Pero de poco serviría eso si no somos capaces de seguir los valores y actitudes de monseñor Romero frente a los pobres, las víctimas y los débiles de esta sociedad tan desigual, tan excluyente y, por ende, tan plagada de injusticias. La canonización de nuestro obispo mártir, además de una fiesta, debe ser un llamado a nuestra conciencia. Celebrar a monseñor Romero implica comprometernos a buscar soluciones a los graves problemas de El Salvador, que crea víctimas sistemática y masivamente. No podemos tolerar sin buscar remedio que solamente una quinta parte de los mayores de sesenta años tenga pensión. El espíritu profético de monseñor Romero nos llama con urgencia a superar la pobreza, que golpea a una tercera parte de nuestros compatriotas.
No podemos quedarnos callados, asustados y paralizados ante la violencia generalizada que nos mantiene en una epidemia de homicidios, hoy cinco veces más grande de lo que podría ser un primer indicador epidémico. El machismo, las pretensiones de algunos poderosos de convertir el agua en un negocio en beneficio de unos pocos, la debilidad de unas instituciones complacientes con la injusticia y con la corrupción son problemas que debemos abordar desde un diálogo inteligente, racional y abierto al bien común. De lo contrario, las próximas generaciones irán olvidando a monseñor Romero y buscando una vez más soluciones individualistas o favorables a los más fuertes. San Romero de América debe mantenerse vivo en el recuerdo y en un culto necesario para la construcción de una sociedad solidaria, donde la paz sea fruto de la justicia.