A lo largo de la posguerra, los políticos y las élites han jugado con la necesidad de los salvadoreños prometiendo soluciones a sus grandes y graves problemas; hasta la fecha, siempre lo han defraudado. Primero, dijeron que la paz exigía perdón y olvido, e impusieron la impunidad a través de la ley de amnistía. Además, no crearon los mecanismos requeridos por los Acuerdos de Paz para superar las injusticias estructurales en el campo económico y social. En lugar de ello, implementaron medidas neoliberales que acrecentaron la desigualdad y, así, facilitaron el surgimiento de la violencia delincuencial. En 1994 prometieron hacer de El Salvador una “gran zona franca” que traería desarrollo al país y riqueza para todos. Pero las maquilas solo se tradujeron en empleos mal pagados y volátiles. En el segundo período presidencial de Arena, se privatizó las empresas estatales, reduciendo la capacidad del Estado para la necesaria y urgente reconstrucción posconflicto.
Por su parte, Francisco Flores ofreció convertir al país un centro financiero y logístico de calidad mundial. En ese marco, se legalizó la libre circulación del dólar, con lo cual El Salvador perdió capacidad de política monetaria y se redujo la capacidad adquisitiva de la gente. Para demostrar que lo del centro logístico iba en serio, Antonio Saca construyó un puerto marítimo en el departamento de La Unión, el cual nunca ha operado a plenitud. También prometió combatir la pobreza e incorporar a la vida productiva a los sectores en desventaja económica y marginación social. En su discurso de toma de posesión, adquirió tres compromisos puntuales: garantizar la seguridad ciudadana, trabajar por la concertación sociopolítica y defender la legalidad y la democracia. Lo que pasó es ya conocido. La clase política se aprovechó del Estado para esquilmarlo, la delincuencia no disminuyó a pesar de las manos duras y los problemas nacionales se agudizaron.
Después de 20 años de Arena, llegó el FMLN. “Nace la esperanza y llega el cambio” fue el eslogan de campaña con el que ganó la presidencia en 2009. Buena parte de la población se ilusionó y dio la oportunidad al primer gobierno de izquierda. Los cambios profundos nunca llegaron. No hubo reforma fiscal, el neoliberalismo permaneció inalterado, la economía no despegó y la justicia social continuó siendo materia pendiente. Más aún, los nuevos funcionarios copiaron el estilo y vicios de sus predecesores; el partido dejó de escuchar a sus bases y se volvió electorero, tal como los otros institutos políticos. La segunda administración efemelenista se puso como objetivo profundizar los supuestos cambios, pero en realidad lo que se agudizó fue el enfrentamiento entre el Estado y las pandillas.
Hastiados de Arena y del FMLN, en 2019 la gente puso sus esperanza en quienes dijeron ser diferentes a los mismos de siempre. Ellos prometieron cero corrupción, pero hoy el dinero no alcanza, han endeudado al país a niveles alarmantes y no rinden cuentas de nada ni a nadie. Ofrecieron mejorar la educación, pero tienen en abandono a la única universidad pública de país y, en general, al sistema educativo estatal. Prometieron llevar el desarrollo a las comunidades, pero redujeron el Fodes al mínimo y reconfiguraron los municipios a su conveniencia electoral. Aunque han logrado paz social, ello ha sido con base en la violación de los derechos humanos, la cooptación de los poderes del Estado y la anulación de la mayoría de mecanismos y principios democráticos. La imposición del bitcoin, la reelección inconstitucional y la amenaza de un futuro brillante empanado en oro son otras de sus obras. La de El Salvador es, pues, la historia de un fraude reiterado.