Las tres actividades que mueven multitudes en El Salvador son la política, la religión y el futbol. Este último tiene los méritos de unir diversos colores políticos y denominaciones religiosas, y que la población que lo sigue, en lugar de esperar transporte y dádivas económicas por asistir a las concentraciones, paga de su bolsillo, sobre todo para apoyar a la Selección Nacional. Y a pesar de los muchos problemas que arrastra, hay que reconocer que el futbol es uno de los máximos factores de cohesión que tiene el país.
En El Salvador, como en muchos otros lugares, el futbol es capaz de desatar profundas pasiones, generar grandes alegrías, pero también provocar las mayores frustraciones y tristezas. Cuando la Selección Nacional, la querida "Selecta", fue incapaz de ganarle a Guyana en el estadio Cuscatlán el pasado 7 de septiembre, la gente abucheó a los jugadores y al director técnico, y muchos renegaron del equipo nacional y juraron no apoyarlo más en este proceso. Pero el viernes pasado, el Cuscatlán se vistió de nuevo de azul, la Selecta volvió a enamorar, a unir esperanzas, y los que habían prometido el abandono se desdijeron; volvió la pasión, la ilusión y se generaron, por enésima vez, expectativas más fundadas en el frágil cimiento de los deseos que en las condiciones y posibilidades reales del equipo.
Desde la frustración por el pésimo resultado del juego contra Costa Rica, los mismos que levantaron expectativas se han lanzado a la caza de culpables, entre los que destacan el técnico y los jugadores. Los más analíticos la emprenden contra los dirigentes del deporte en el país, por la improvisación y la mala gestión. Pero cuando las aguas bajen, los análisis sean más reposados y se repartan las responsabilidades que a cada sector le corresponden en su justa medida, la conclusión final debería ser que mientras no se apueste integralmente por el futbol como deporte, mientras no se generen procesos reales que respondan a una planificación, la Selección seguirá penando por la calle de la amargura.
El deporte más popular en el país comparte mucho con el ejercicio de la política tradicional. Cuando a un político se le acaban los argumentos racionales para sustentar su postura, comienza con los insultos y la descalificación personal del otro. En el futbol, cuando se acaban los argumentos técnicos y deportivos, se pasa a la violencia física, a la marrullería erróneamente aplaudida por algunos y tolerada incluso por los medios de comunicación. En el ejercicio de la política, no hay proyecto de país que se refleje en políticas de Estado que tengan continuidad. Cada Gobierno comienza prácticamente de cero. En el futbol, se pretende el logro de resultados espectaculares sin planificación a largo plazo; cada dirigente inventa su propia receta sin que se implementen procesos que identifiquen y formen talentos desde la infancia.
En la política, los malos resultados se achacan a fenómenos naturales o a condiciones internacionales; y poco se reconocen los errores propios. En el futbol, los resultados adversos tienen respuestas coyunturales en el desempeño del técnico y de los jugadores. En la política tradicional, se hacen cambios cosméticos, nada de fondo. En el futbol también se desean logros espectaculares sin hacer nada nuevo, con el mismo deporte profesional de sobrevivencia y sin cambiar las estructuras.
En fin, los problemas de nuestro futbol son igual de estructurales que los del ejercicio de la política. Para esta semana, la afición más optimista espera que Costa Rica pierda en casa ante Guyana y que El Salvador le gane a México en tierras aztecas. Un verdadero milagro. A pesar de todo, la población salvadoreña, tan necesitada de esperanza, de cosas que le alegren la vida, de factores que refuercen su identidad y la hagan sentirse orgullosa de su país, volverá a refugiarse en el deporte, el estadio (llevado a hogares y a bares) volverá a llenarse, regresará la ilusión, porque el futbol, como dice Eduardo Galeano, es música para el cuerpo y una fiesta para los ojos.