En el marco de la pandemia, no hay país en el mundo en el que diversos sectores sociales no hayan exigido la intervención del Estado en su auxilio. Los que defendían que el Estado era un obstáculo para el desarrollo, ahora, si no se han retractado, guardan un obsequioso silencio. La crisis sanitaria mundial ha mostrado que se necesitan Estados fuertes y solidarios, y ha desnudado las debilidades estructurales de las naciones. Ha dejado claro que el sistema de salud es demasiado importante como para dejarlo en manos de la oferta y la demanda, así como la educación y otros servicios sociales, y que a la población no se le puede excluir de ellos. El Estado debe invertir más en la economía. Sin embargo, en El Salvador no se ha tomado nota de nada de esto. No lo han entendido tanto quienes argumentan que lo privado es mejor que lo público para justificar una privatización como los que exaltan lo público por simple estrategia electoral.
La salud, el agua y la educación son derechos humanos y no deben privatizarse. Reclamarlo no implica ignorar las múltiples deficiencias a superar en la calidad y la eficiencia de estos servicios, ni negar la necesaria fiscalización de los recursos públicos. Por ejemplo, no hay duda de que el ISSS debe mejorar para bien de sus afiliados. Nombrar directores inexpertos y sin capacidad, utilizarlo como caja chica, permitir la corrupción son lozas que le han hecho mucho daño a la institución y que refuerzan el argumento de la necesidad de privatizarlo. Fiel a su estilo, Nayib Bukele reaccionó acremente ante la reciente propuesta de Arena de cambiar las competencias de la Junta Directiva del Seguro Social de modo que la elección del director del ISSS ya no esté en manos del presidente de la República, sino de la Junta. Denunció tal pretensión calificándola de “neoliberalismo puro y duro”. Pero la reacción parece obedecer más al afán de desprestigiar a sus opositores de cara a la próxima elección, pues su Gobierno ha dado sobrados signos de alinearse al neoliberalismo.
Bukele defiende una causa noble solo por conveniencia. En el primero de los dos discursos que ha dado desde su elección como presidente, en la Fundación Heritage el 13 de marzo del año pasado, se declaró fiel seguidor de los principios del neoliberalismo: “la libertad de empresa, el gobierno limitado, la libertad de expresión y la democracia”. El actual Gobierno camina hacia los asocios público-privado, que para muchos economistas son el principal mecanismo para la privatización de servicios públicos vía concesiones. En este esquema, el Estado abandona su rol de productor para ser solo un “garante de calidad”. Estos asocios se puede utilizar de manera corrupta: asignar infraestructura y servicios públicos, permitir sobrecostos y limitar beneficios a los usuarios.
En octubre de 2019 se anunció el desarrollo de cinco proyectos de infraestructura bajo ese modelo, con una inversión aproximada de $545 millones. La iluminación de carreteras y la construcción de una terminal de carga y un centro administrativo, entre otros, se anunció en el formato de asocio público-privados. La pandemia los detuvo. Pero se acaba de anunciar nuevamente la ampliación de la terminal de carga en el aeropuerto, para lo cual, según cifras de los funcionarios, ya hay 33 empresas ofertando. Condenar algo haciendo lo mismo es contradictorio. Desterrar el nepotismo con más nepotismo, criticar la corrupción sin rendir cuentas de lo gastado, hablar de libertad de expresión acosando a los críticos del Gobierno es tan incoherente como rechazar un intento de privatización anunciando la privatización de otros servicios.