Antes de las elecciones en Venezuela, Nicolás Maduro advirtió que si perdía las elecciones, el país caería en un baño de sangre. Y no mentía. Él perdió las elecciones y la represión que posteriormente desató para callar las protestas ya se cobra 2,400 personas detenidas, 25 asesinatos, desapariciones forzadas y detenciones arbitrarias. La autoridad electoral venezolana, conocida por su sometimiento al régimen, declaró ganador a Maduro con el 52% de los votos sobre su contrincante, Edmundo González, quien habría obtenido el 43%.
El amaño de las elecciones no es nuevo en el país suramericano. En la presidencia desde 2013, Maduro, como Ortega en Nicaragua, lleva años celebrando elecciones para aparentar legitimidad, pero manipulando el sistema electoral. Por eso, la participación electoral disminuyó significativamente hasta las pasadas elecciones del 28 de julio, cuando la posibilidad de una alternativa distinta al oficialismo entusiasmó a la población. El tribunal electoral afirma que Maduro ganó, pero no ha mostrado evidencia que confirme eso. Por el contrario, la oposición ha recogido actas en más del 80% de las urnas y las ha publicado en Internet. Según sus datos, Edmundo González ganó con el 67% de los votos, más del doble del porcentaje obtenido por Maduro.
Antes de los comicios, la pregunta de rigor era si el régimen entregaría el poder si ganaba la oposición. Hasta la fecha, solo cuatro gobiernos latinoamericanos, Cuba, Nicaragua, Honduras y Bolivia, han felicitado a Maduro por su supuesto triunfo, un respaldo que ha sido más ideológico que basado en pruebas. En el resto de la región, la condena ha sido generalizada. Un informe de las Naciones Unidas sentenció que la autoridad electoral “no cumplió con las medidas básicas de transparencia e integridad que son esenciales para la realización de elecciones creíbles”.
El poder engendra corrupción; quien tiene poder absoluto rara vez lo abandona de forma voluntaria y pacífica. Lo de Venezuela, como lo de Nicaragua, es indefendible. Padecen de un serio problema de coherencia quienes se rasgan las vestiduras por el estilo autoritario del gobernante salvadoreño y aplauden lo que hacen los mandatarios de Nicaragua y Venezuela. Eso es tan incongruente como señalar de fraudulentas a las elecciones venezolanas cuando las hechas en casa estuvieron plagadas de irregularidades desde antes de los comicios. Si se es demócrata, no se puede apoyar a una dictadura porque es de izquierda y criticar a otra porque es de derecha. Dictadura es dictadura. Ambas anulan el equilibrio de poderes y lo concentran en una persona o un grupo; se sostienen por la fuerza; violan los derechos humanos; y gobiernan por capricho.
Lo que la razón y la justicia reclaman en el caso venezolano (y nicaragüense) es que se respete la voluntad popular expresada en las urnas. Y eso mismo debe exigir la comunidad internacional. La solución no es repetir las elecciones ni la injerencia interesada, sino que Maduro respete lo que decidió la gente. Si no presenta pruebas del gane que dice haber obtenido, la historia de Venezuela seguirá atorada en el oprobio dictatorial.