Insistimos

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Los ojos de la opinión pública están puestos en el proceso de sucesión de Manuel Melgar al frente del Ministerio de Justicia y Seguridad Pública. Y lo están sobre todo porque para dicho cargo el nombre que más se menciona es el del actual ministro de Defensa, general retirado David Munguía Payés. Hay voces que defienden su nombramiento y otras —probablemente la mayoría— que alertan sobre el peligro de que se militarice la seguridad pública del país. El presidente Funes, aunque no ha confirmado aún la designación y ha desmentido categóricamente haber recibido presiones —internas o externas— para la remoción de Melgar, ha hecho eco de la conocida sentencia: "Lo que no está prohibido, es permitido". Ante la posibilidad de que un militar esté al frente de la seguridad interna del país y ante las voces que alertan sobre una violación a la ley y al espíritu de los Acuerdos de Paz, el mandatario ha afirmado que ni la Constitución ni los Acuerdos prohíben expresamente que un militar retirado asuma la cartera de seguridad. Esta respuesta del Presidente, limitada al campo de los requerimientos puramente formales, da pie para esperar que el rumor, cada vez más tumultuoso, se convierta en realidad en los próximos días.

La UCA es una de las instituciones que ha alertado sobre el peligro de militarizar más el país. Y mientras el presidente Funes no lo haga público, es nuestro deber seguir insistiendo en la inconveniencia de que esto suceda. Lo primero que hay que dejar claro en este tema es que el problema no se reduce a personas. No se trata, entonces, de estar a favor o en contra del general Munguía Payés. Al contrario, al Ministro de Defensa hay que reconocerle muchas virtudes, entre las que destaca su inclaudicable lucha personal contra quienes le negaron injustamente sus derechos en los Gobiernos anteriores. Tampoco se trata de estar a priori en contra del estamento militar: este tiene una función claramente definida por la Constitución y está obligado a cumplirla.

En el fondo, lo que está en juego es el camino que se considera correcto para enfrentar la ola de inseguridad y violencia que azota al pueblo salvadoreño; es decir, en definitiva, lo que se discute es la vida de mucha gente. La tesis que subyace al nombramiento de un militar —activo o retirado— es que la represión es el principal ingrediente con el que se disminuirá la delincuencia. La desesperación del pueblo —el más directamente afectado por los efectos de la violencia— es el mejor caldo de cultivo para justificar que un militar de mano dura venga a "poner orden".

Como se ha dicho de manera reiterada en YSUCA, la historia demuestra que la represión, por sí sola, no es el camino para eliminar la delincuencia. Está comprobado en muchas latitudes del planeta que la mano dura a la larga empeora la situación de violencia. Y en El Salvador tenemos ya suficiente experiencia para saber que esto es así. Desde 1993, cuando el presidente Cristiani sacó tres mil soldados a la calle para que realizaran patrullajes disuasivos en la zona rural, hasta la actualidad, cuando el número de militares fuera de los cuarteles sobrepasa los 8 mil efectivos, el Ejército ha realizado labores de seguridad pública sin que ello haya implicado una disminución de los índices delincuenciales. ¿Qué pruebas tuvieron los anteriores mandatarios y cuáles tiene el actual para presumir de que tal política es exitosa? ¿Disminuyeron los asesinatos? ¿De verdad se han reducido las extorsiones o las víctimas de estas denuncian menos por desconfiar de las instituciones? ¿Es menor la migración de la gente que, además de salir a buscar trabajo digno, huye de la violencia? ¿De qué sirve militarizar aún más la política estatal de seguridad ciudadana?

Insistimos: no es la represión la salida para la violencia que azota al país. La formación profesional y la función constitucional de un militar de carrera no son las adecuadas para estar al frente de la cartera de seguridad. La represión sin una contraparte significativa de medidas preventivas no nos sacará de esta ola de inseguridad.

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