Institucionalidad y criterios particulares

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El problema de nuestra débil institucionalidad democrática no radica solo en la floja estructuración y organización del Estado, sino también en la facilidad con la que nos saltamos principios básicos, en incluso leyes, a partir de concepciones y construcciones mentales que no son más que caprichos de gente poco formada. Mal andaremos mientras en nuestros diputados, jueces o gobernantes esté instalada una especie de superficialidad impune, capaz de decir sin consecuencias cualquier cosa opuesta a los criterios básicos de la democracia.

Ahora, unos cuantos diputados se han sacado de la manga que ellos tienen la potestad de juzgar la constitucionalidad de las decisiones de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia. Es evidente que la capacidad de algunos de nuestros diputados de decir payasadas es casi infinita. Y que están tan pagados de sí mismos que quieren imponerse sobre cualquier otro funcionario del Estado que les haga sombra o que les contradiga de alguna manera. La semana antepasada, amenazaron al Presidente del Banco Central de Reserva con darle una regañada en el seno de la Asamblea. Hoy hablan de la posibilidad de sustituir a la sala de lo Constitucional, en esa especie de tendencia al minigolpe de Estado de algunos diputados, o al menos a jugar con la amenaza de darlo. La ignorancia no tiene límites, y cuando a esta se suma la prepotencia, el resultado es sin duda el desprestigio atroz del que goza este que suele llamarse entre nosotros primer poder del Estado.

Como toda realidad humana que da privilegios o que coloca de alguna manera a unos seres humanos en posición ventajosa sobre otros, el poder tiende a corromper. Al igual que el dinero o cualquier posición intelectual, religiosa o social que genere exceso de respeto o sujeción. Por eso, quienes están en posiciones ventajosas —sean de poder político, o de la dimensión que sea— deben tener la mirada muy abierta a la crítica y a la autocrítica. Entrar en una dinámica de autodefensa, de autoalabanza o simplemente de defensa cerrada de intereses o criterios particulares, refuerza las posibilidades de corrupción. Y quienes detentan responsabilidades ante una multitud de personas que les han elegido para un cargo tienen la gravísima obligación de ser al menos serios en sus afirmaciones. Se deben a la gente, no a sus criterios y caprichos. Están obligados a responderles a ciudadanos que quieren estabilidad democrática, respeto a normas de convivencia, desarrollo social y bienestar compartido. En toda acción o declaración que hagan, deben mirar el bien común y no centrarse exclusivamente en los intereses propios, sean económicos, de grupo, partido o ideología. La crítica que reciban debe ser analizada con seriedad y no con reacciones de quien se sabe inmune a la misma o de quien puede tomar venganza frente a lo que simplemente no le gusta. Y eso vale para todos los poderes del Estado.

La Asamblea Legislativa no puede conformarse afirmando que ha legislado y creado una gran cantidad de normativa. Más bien, debe preguntarse si esa normativa nos ha vuelto mejores ciudadanos, si ha contribuido a que el pueblo tenga mayor poder y capacidad de supervisión de sus representantes, si ha generado mayor bienestar. Las leyes son para convivir en dignidad y justicia, en bienestar y desarrollo compartido. Y nuestras leyes no han sido demasiado eficaces, ni siquiera para ayudarnos a vivir sin esta violencia extrema que llevamos padeciendo por décadas. Tampoco han sido eficaces para evitar graves y crecientes diferencias económicas y sociales entre la ciudadanía. Utilizar la Asamblea para enfrentar a funcionarios de otros poderes por simples diferencias de opinión, no es más que un nuevo paso para debilitar las instituciones, y especialmente para debilitar a la propia Asamblea, tan llena de lagunas en su capacidad de legislar bien. Escuchar más, debatir con mayor fundamento, estar atentos a las necesidades básicas de la población son pasos fundamentales que deben dar nuestras instituciones para volverse realmente sólidas. La pugna de poder sobre criterios particulares no nos lleva a ninguna parte.

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