Con la sentencia condenatoria a Efraín Ríos Montt se rompe el ciclo de la impunidad en Centroamérica. Los Gobiernos militares del istmo, especialmente en Guatemala y El Salvador, cometieron crímenes de lesa humanidad de un modo sistemático. Eliminación de indígenas y campesinos de ciertas zonas geográficas, asesinato programado de opositores, torturas, desapariciones, violaciones sexuales, desplazamientos forzosos, operativos de tierra arrasada fueron parte de la terrible historia de crímenes y barbarie que escribieron los Ejércitos. Hasta ahora, salvo fuera de nuestros países, quienes estaban en lo más alto de la cadena de mando se habían librado de condenas. La jueza Jazmín Barrios rompió la semana pasada, por primera vez, los controles políticos, ideológicos y mediáticos que habían mantenido en la impunidad a quienes detentaron la máxima autoridad militar. En un mundo de machos y machismos, tiene un verdadero simbolismo que haya sido una mujer la que quebró las barreras protectoras de quienes manejaron a su antojo la fuerza bruta.
En torno a esta sentencia, no faltan quienes recuerdan que la detención de Pinochet en Inglaterra desencadenó en América Latina un serio esfuerzo judicial contra las violaciones a derechos humanos cometidas por las dictaduras del Cono Sur. ¿Romperá la condena a Ríos Montt los círculos de impunidad que protegen todavía a quienes en Centroamérica cometieron crímenes de lesa humanidad? Aunque es temprano para responder a la pregunta, es indudable que algo nuevo está surgiendo en estas vacilantes democracias nuestras que siguen supeditadas a los intereses de los más fuertes. Por más perdón y olvido que han solicitado los cínicos presidentes de nuestras repúblicas, muchos de ellos con las manos manchadas de encubrimiento y corrupción, la gente quiere que lo que es verdad en el saber popular se convierta en verdad reconocida por el sistema judicial. Ante ello, no pueden decir que también los otros, los guerrilleros, los izquierdistas, mataron, y quedarse tan tranquilos. Nuestros pueblos saben de sobra que las proporciones de los asesinatos son masiva y abrumadoramente acusadoras contra el Estado y sus fuerzas represivas. Las masacres en El Salvador obedecieron a una política conocida por el Estado Mayor del Ejército y el Ministerio de Defensa. Coroneles asesinos, con pruebas más que fehacientes en cualquier sistema judicial mínimamente decente, han sido protegidos por la historia de impunidad impuesta desde el poder.
La defensa de Ríos Montt consistió en decir que no sabía nada, que tenía un puesto administrativo, y que el poder verdadero no estaba en sus manos, sino en los que operaban en el campo. Pero esa argumentación no sirvió. La jueza Jazmín Barrios se ha atenido a dos elementos básicos que debe tener presente todo juzgador: realidad y racionalidad. Una realidad tan descomunal como la agresión militar al pueblo ixil no podía ser desconocida por el comandante en jefe de la Fuerza Armada, que a su vez era militar de profesión. La cadena de mando, tan cacareada en una institución que presume de unidad monolítica y que tiene un verticalismo riguroso en sus decisiones operativas, no puede ser considerada un vestido de "quita y pon" según las conveniencias personales de quienes ejercieron el poder militar.
El general Guillermo García, ministro de Defensa en El Salvador durante la guerra civil, no tuvo más remedio que reconocer en una corte estadounidense que sabía de prácticas violatorias de derechos humanos cometidas por militares mientras él estaba en el cargo. Añadió, sin embargo, que él no tenía culpa porque no controlaba la situación. El juez le contestó que la culpa la determinaba el juzgador, no el acusado. Y evidentemente, quien conoce el crimen y el delito desde una posición en la que debe luchar por evitarlo, y aun así lo consiente, lo oculta e incluso defiende a quienes lo cometen, no puede considerarse inocente. El "no sabía" de Ríos Montt o el "no me hacían caso" de García no son más que una expresión de cobardía frente a una realidad evidente. Frente a esa cobardía debe erigirse el "nunca más" pronunciado desde la historia de las víctimas, que es la única base para reconstruir el tejido social rasgado por tanto cinismo, mentira e impunidad.
Rota la impunidad, clarificada la banalidad y vulgaridad de quienes ejecutaron los crímenes de lesa humanidad, la sociedad centroamericana no debería tener miedo de enfrentar judicialmente la brutalidad del pasado. Se pueden buscar formas de justicia transicional, que son, después de guerras civiles, los caminos más humanos de analizar la locura fratricida y salir definitivamente de ella. Pero lo que no se puede hacer es renunciar a la justicia en cuanto reconocimiento formal, público y oficial de la verdad, y en cuanto dinámica para devolver la palabra y la dignidad a las víctimas. El caso de Ríos Montt, en nuestro propio territorio centroamericano, es un buen inicio de ese proceso pendiente, que es el de hacer verdad y purificar nuestra propia historia desde el reconocimiento de las víctimas.