La campaña electoral para la segunda vuelta, al margen de algunos ligeros cambios de forma, dio continuidad amplificada a lo que sufrimos en la primera y evidenció aún más la polarización. Si Arena se quejó, no sin razón, de haber competido contra la triple campaña FMLN-ALBA Petróleos-Gobierno Funes, también hay que decir que hubo un cierre de filas de todos los sectores identificados con el partido de derecha. Desde los que no han disimulado nunca su tendencia derechista hasta los que habían navegado con bandera de neutralidad y defensa de la institucionalidad, todos salieron del cascarón para darle el apoyo explícito a Arena en la segunda vuelta.
Los grandes medios de comunicación, nunca mejor entonados como partes de una misma orquesta, no escatimaron espacios ni disimularon el sesgo informativo para favorecer al partido de derecha y criticar al FMLN. Los articulistas, en plan robot, saturaron páginas para alertar sobre el peligro de la venezolanización de El Salvador y, por tanto, exhortar a evitarla. Las gremiales empresariales y los grupos de aliados que les hacen coro reforzaron la beligerancia contra el Gobierno, esa beligerancia que los ha caracterizado en los últimos 4 años y que los convirtieron, hasta la actual campaña, en la verdadera oposición a la actual administración. Los políticos de oficio, por su parte, siguieron haciendo alarde de los vicios más rancios del tradicionalismo electorero. Se emplearon a fondo en la generación de mentiras y en confabulaciones, hasta llegar al extremo de inventarse encuestas.
Una vez termine la contienda electoral, vendrá la hora de la verdad. Terminado el fragor de la campaña, se verá cuáles son en realidad las condiciones de gobernabilidad con las que queda el país. La primera será, sin duda, la aceptación serena de los resultados, especialmente por parte del partido que pierda. Si la campaña se ha caracterizado por la suciedad, esperamos que la decisión del pueblo sea aceptada con madurez. Este sería el primer paso positivo para la enorme tarea que queda por delante. Una vez asuma el nuevo Gobierno, se sabrá realmente de qué estaban hechas las propuestas electoreras, de las cuales nunca se aclaró el cómo ni el con qué. Una vez decidida la suerte, habrá que pensar en serio qué hacer con los problemas del país, esos que agobian a la población, la inseguridad y la economía, aquellos de vieja data y de corte estructural, los relacionados con la falta de desarrollo social, el extremo deterioro ambiental, la desigualdad institucionalizada en salud y educación, las políticas fiscales regresivas, la corrupción y la impunidad.
Al final de la campaña de la segunda vuelta, no pocos sectores hicieron hincapié en la necesidad de llegar a un acuerdo, a un pacto de nación. Ojalá detrás de ello haya una genuina convicción de que El Salvador no puede seguir en la misma ruta y que los problemas estructurales no podrán resolverse sin el concurso de todos los sectores sociales y económicos. La necesidad de emprender un esfuerzo nacional, al estilo del conseguido para los Acuerdos de Paz, es impostergable. Siendo realistas, el país no está para aspirar a grandes acuerdos, sino a consensos mínimos —muy elementales, quizá— en los temas clave para empezar a resolver la grave situación de la mayoría. Esta es, en definitiva, la gran tarea del nuevo Gobierno.