Mientras en El Salvador políticos y voceros de diversos sectores celebraban el anuncio del presidente electo, Nayib Bukele, sobre su intención de fortalecer las relaciones con Estados Unidos, Donald Trump insistía en su país en la construcción del muro en la frontera sur con México. En su campaña electoral, Trump prometió detener la inmigración ilegal, para lo cual, según su visión, la construcción de una muralla es condición fundamental. Sin embargo, después de poco más de dos años en el poder, los serios cuestionamientos a su proyecto le han impedido disponer de los fondos necesarios —unos 5,700 millones de dólares— para construirlo. Ante esto, el presidente estadounidense formalizó su amenaza de decretar situación de emergencia nacional, lo que le permitirá tomar dinero de diversos rubros del presupuesto sin pasar por el Congreso y usar a los militares para la construcción. De acuerdo a la legislación de Estados Unidos, el proceso es legal, pero desde la ética, no es legítimo.
Durante su gestión, Trump ha centrado sus esperanzas de aprobación popular en dos temas: la fortaleza de la economía y la persecución y denigración de los migrantes. La explotación del miedo siempre ha sido uno de los recursos predilectos de los políticos para ganar votos. La estrategia fundamental del presidente es sembrar el miedo a los migrantes. Y de ahí al odio solo hay un paso. Para Trump, los migrantes, sobre todo los que llegan de los países pobres, son criminales, indeseables, responsables de contaminar a la sociedad estadounidense. Por ello, hacer grande otra vez a los Estados Unidos pasa por detenerlos. Tanta aversión les profesa Trump que en marzo del año pasado habló de la necesidad de usar militares en la frontera para frenarlos en defensa de su nación, como asunto de seguridad nacional.
Y la seguridad nacional es precisamente el principal argumento de Trump para declarar una situación de emergencia en Estados Unidos. Sin embargo, dicha declaratoria fue concebida como recurso para atender una catástrofe natural (un terremoto, por ejemplo) o cuando la nación sufre el ataque de una potencia enemiga. Estados Unidos no está en guerra con México ni con Centroamérica; tampoco sufre en estos momentos las consecuencias de un fenómeno natural. Trump busca equipar el supuesto daño que los migrantes causan con los efectos del ataque de una potencia extranjera. En esa línea, afirmó que los migrantes de Guatemala, Honduras y El Salvador son protagonistas de un asalto a su país, sobre todo porque entre ellos habría criminales.
La declaración de emergencia nacional es en realidad un abuso de poder; no existe razón válida para decretarla. Trump la utilizará para burlar el proceso democrático, para superar la oposición de los demócratas en la Cámara de Representantes. Por eso, es casi seguro que la declaración llegará hasta los más altos tribunales de justicia estadounidenses, que tendrán que decir la última palabra sobre la validez de la medida. Es difícil saber si la obstinación de Trump con el muro es producto de un miedo y desprecio real a los migrantes pobres del sur, o del capricho estratégico de cumplir una promesa de campaña, aunque ello no implique solucionar la cuestión de la migración. Lo que queda claro es que muy difícil será para El Salvador fortalecer, desde una lógica de respeto mutuo, la relación con una administración dirigida por alguien tan tozudamente divisionista, antisolidario y, en la práctica, racista.