En medio de las dificultades de su pontificado, Benedicto XVI ha puesto sobre la mesa su última reforma: la renuncia a su puesto de obispo de Roma y sucesor de san Pedro. Aunque parezca una decisión sencilla, lo cierto es que en la Iglesia se da con frecuencia un culto a la autoridad que puede hacer pensar a quienes la detentan que son imprescindibles. En ese sentido, el honesto y humilde reconocimiento del descenso de energías para dirigir la barca de Pedro honra a este papa, que a lo largo de sus ocho años de servicio pastoral trató de iluminar a los cristianos desde la palabra, la doctrina y la búsqueda permanente de la verdad, invitándonos a ser constructores de justicia y paz, así como testigos de la Resurrección del Señor en el mundo en que vivimos.
La sencillez y el realismo con los que Benedicto XVI plantea su renuncia nos hacen examinar el porqué del impacto que ha producido. En realidad, estábamos demasiado acostumbrados a pensar que el nombramiento y la responsabilidad de ser papa duraba hasta la muerte. Los antecedentes de renuncia son escasos y de algún modo extraordinarios. Algunas tradiciones hablan de la renuncia de Clemente I y de Marcelino, dos papas del tiempo de las persecuciones romanas, en circunstancias muy diversas. Pero históricamente pueden considerarse tradiciones con poco fundamento. Posteriormente, solo tenemos tres casos bien atestiguados de renuncia, aunque hubo diferentes modos de abandonar repentinamente el papado, especialmente en la Alta Edad Media.
El primero en dimitir libremente fue Benedicto IX, en circunstancias penosas, aunque tiempo después regresó durante un breve lapso al ejercicio de su cargo. El segundo fue Celestino V, quien gobernó la Iglesia apenas cinco meses a finales del siglo XIII; un verdadero santo que se vio superado por las circunstancias de su época, siendo como era un monje solitario. El tercero, en la lejana fecha de 1415, fue Gregorio XII, que presentó su renuncia voluntaria para solucionar lo que históricamente se ha llamado el Cisma de Occidente, que llegó a ocasionar la presencia simultánea de tres papas en la vieja Europa.
Estos datos nos acostumbraron a pensar que en circunstancias normales, la renuncia de un papa era poco menos que impensable. Son prácticamente 600 años los que median entre la anterior renuncia y la actual. Pero Benedicto XVI ha roto esa especie de prejuicio cognitivo e histórico haciendo ver, con suma sencillez, lo que en casi todos los terrenos de la vida es obvio: en ciertas circunstancias, el paso de los años produce una disminución de fuerzas que lleva a asumir la responsabilidad de retirarse de aquellos puestos que requieren, como dice el propio papa, "vigor tanto del cuerpo como del espíritu".
Así, "siendo muy consciente de la seriedad de este acto (y) con plena libertad", como dice textualmente el anuncio pontifical, nos invita a revisar muchas de las cosas que parecen obvias por la fuerza de la tradición. El propio modo de elegir al Sumo Pontífice a través de un colegio de cardenales compuesto exclusivamente por hombres no puede considerarse acorde con los tiempos. El colegio de cardenales surgió como una solución de tipo administrativo en la Iglesia para impedir que las grandes familias de la antigüedad impusieran sus candidatos al papado y para, de alguna manera, tener una representación de la Iglesia universal. Hoy, la fidelidad a esa norma llama a revisar la manera en la que se ha manejado la institución cardenalicia.
Ciertamente, en una institución tan múltiple y compleja, nada impide, ni desde la tradición ni desde el Evangelio, que las mujeres participen en la elección de los futuros pontífices. La legislación eclesiástica, que es la que determina el modo de elegir al papa, puede —como toda regla— ser cambiada. Y cada vez es más evidente que la elección del papa debe ser hecha por personas que representen esa complejidad, riqueza y diversidad de una Iglesia en la que "ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer", como dice san Pablo en la Carta a los Gálatas. El paso de Benedicto XVI, libre, profundamente cristiano en el contexto de la responsabilidad pastoral y el servicio, muestra caminos nuevos frente a tradiciones envejecidas. Un buen servicio del papa teólogo que ojalá sepamos aprovechar en todos los niveles eclesiales.