Estamos a pocas semanas de celebrar los 20 años de la firma de los Acuerdos de Paz, que pusieron fin a la guerra que tanto dolor y sufrimiento trajo al país. Uno de los aspectos más importantes en los que se avanzó en los primeros años de paz fue la desmilitarización de la sociedad y de las estructuras del poder. El Ejército fue depurado, desaparecieron las tropas de élite responsables de las principales y más crueles masacres cometidas durante la guerra, y se profesionalizó a los miembros de la Fuerza Armada, dotándoles de la doctrina requerida para los nuevos tiempos democráticos. Los militares se recluyeron en los cuarteles para desde allí estar a la espera de cumplir con su misión constitucional de defender la patria de cualquier ataque extranjero. Fue precisamente este uno de los mayores éxitos de los Acuerdos de Paz y la base de que hoy el Ejército goce de un alto prestigio entre los salvadoreños.
La desmilitarización de la sociedad y de las estructuras de poder no solo afectó a la Fuerza Armada; también supuso la desaparición de la Policía Nacional y de la Policía de Hacienda, dos cuerpos militarizados responsables de ejercer el terrorismo de Estado contra todo aquel que fue considerado un enemigo político. Todo ello dio paso al surgimiento de una nueva policía, la Policía Nacional Civil, y a una nueva estructura de seguridad pública que debía garantizar la seguridad ciudadana, el cumplimiento de las leyes y el respeto a los derechos humanos.
Desgraciadamente, al cabo de 20 años, las cosas se han complicado mucho y la situación de seguridad pública en El Salvador no responde al deseo de paz y bienestar de la mayoría de la población y a las expectativas que los mismos Acuerdos de Paz generaron. A lo largo de estas dos décadas se han cometido errores garrafales en el área de la seguridad pública; errores que explican en buena parte los insoportables niveles de violencia e inseguridad que padecemos hoy. Se han cometido yerros tanto por no invertir en la prevención del delito como por la inadecuada represión del mismo. Haber permitido la corrupción al interior de la Policía, haber bajado la guardia en la calidad de la formación de los nuevos agentes, no haber dotado al cuerpo de los recursos técnicos necesarios para una adecuada investigación son algunos de estos errores.
Pero de ello no son únicamente responsables el Ministerio de Seguridad Pública y Justicia, y la PNC. La seguridad pública depende de un sistema complejo del que participan también la Fiscalía General, el Consejo de Seguridad Pública y la Procuraduría General de la República. Y junto a ellos está el sistema judicial, al que le corresponde el crucial papel de aplicar la ley y decidir si el presunto delincuente la violó o no. Si se ha llegado a la situación actual es porque cada uno de estos actores no ha actuado con el suficiente celo y la debida rigurosidad en el combate contra el crimen; los sistemas de seguridad pública y de justicia han funcionado ineficientemente por tradición.
En este marco, sin embargo, nada resuelve la renuncia del Ministro de Seguridad Pública y Justicia, Manuel Melgar, pues ello no obedece a su incapacidad, sino a una negociación del Ejecutivo con Estados Unidos y con algunos grupos de poder fáctico, que han exigido la dimisión a cambio de una mayor colaboración en los temas de seguridad. Más que la renuncia del ministro del ramo, la seguridad pública requiere de una reforma completa del Ministerio Público, de un Fiscal General que actué con firmeza y eficiencia en la lucha contra el crimen, y de un sistema judicial que imparta una verdadera y pronta justicia.
Pero es tanto el agobio que algunos están proponiendo volver a la militarización de la seguridad. Y el primer paso para ello sería nombrar como Ministro de Seguridad Pública y Justicia a un militar de carrera. Dar ese paso sería un error colosal; supondría echar al traste lo que tanto costó conseguir. La militarización del sistema de seguridad pública de ningún modo supondrá un mayor éxito en el combate al crimen, sino todo lo contrario, y de esto da fe el pasado reciente.
Como ya apuntamos, la mejora de la seguridad pública pasa por la reforma del sistema y requiere que los titulares de cada una de las instancias del mismo se comprometan a que estas funcionen eficientemente y con estricto respeto a los derechos humanos. Para ello, deben asignarse los recursos necesarios tanto a la prevención como a la represión del crimen, y acabar con la impunidad generalizada del crimen organizado, que cada vez opera más a sus anchas en el país. Ello es lo que único que propiciará un cambio hacia una mayor seguridad ciudadana.