Se acostumbra celebrar la Semana Santa recordando la pasión, muerte y resurrección del Señor Jesús. Es así y resulta normal en la tradición religiosa, pero también es necesario recordar a los crucificados de este mundo para darle sentido pleno a la conmemoración. En la parábola del juicio final, narrada por el evangelista Mateo, se nos dice que si se ha contribuido a disminuir el hambre, la sed, el dolor y el sufrimiento de los pobres, enfermos y encarcelados, se ha ayudado al propio Señor Jesús. En ese sentido, si en la Semana Santa se une la devoción al Dios Crucificado con la solidaridad concreta y militante para con los crucificados de este mundo, bien se podría llamar a estos siete días santos la semana de las víctimas.
Hace pocos días el país recordaba a san Óscar Romero en el aniversario de su muerte martirial. Nuestro santo es ejemplo de vivir permanentemente en unión con Cristo y con las víctimas de la historia. A los “bien pensantes”, a los que desde la comodidad de sus vidas asumen que es natural que en el avance de la civilización y de la historia se produzcan víctimas, nunca les ha gustado monseñor Romero. Los de hace décadas pensaban que el que llamaban “obispo rojo” subvertía la estabilidad del dinero y del poder al defender a las víctimas de la opresión. En una sentida homilía, el cardenal Rosa Chávez decía hace poco que si de verdad se quiere celebrar con seriedad a monseñor, se debe cumplir con su mandato de “estar donde está el sufrimiento”. Y se apenaba de que “muchos de nosotros nos hemos acobardado, nos hemos quedado mudos, nos hemos hundido en la indiferencia” ante el dolor de los que sufren. Y llamaba a no “ser indiferentes a las condiciones en que viven muchos privados de libertad, tan semejantes a las que se vivieron en campos de concentración”.
Es normal descansar en vacaciones, pero en la medida en que en esta semana se honra la muerte por amor del Hijo de Dios, no cabe alejarse de la realidad y negarse a reflexionar sobre la cultura nacional de violencia, que de tantas maneras se expresa en nuestros modos de hablar y de actuar, y que tanto se parece a la que justificó la crucifixión del Señor Jesús. Construir un mundo más fraterno y curar el sufrimiento, especialmente cuando nos lo producimos unos a otros, es tarea de todos. Creer que infligir dolor a quienes han hecho sufrir arregla las cosas es una idea tan maligna como ingenua. La Iglesia ha repetido hasta la saciedad, y con toda razón, que la violencia engendra violencia. Añadir sufrimiento extra, en lugar de tomar las medidas normales para evitarlo, solo abona a la cultura de la violencia y del irrespeto a la dignidad humana. Contemplar a funcionarios gloriándose de atormentar a quienes ya padecen castigo por sus delitos debería darnos vergüenza ajena.
El diálogo entre instituciones públicas y la sociedad civil, propugnado por Rosa Chávez “para revertir los efectos negativos que ha generado el régimen de excepción en un sector de la población”, resulta una exigencia ética fundamental. Despreciar el dolor ajeno, algo que caracterizó a las pandillas, jamás será una táctica efectiva para restaurar la convivencia y alcanzar seguridad.Las palabras del cardenal deberían obtener una respuesta gubernamental seria y positiva.