La reciente tragedia ocurrida en el centro penal de Ilobasco, en la que fallecieron 16 personas y 22 resultaron gravemente lesionadas a causa de un incendio, ha dejado consternados a muchos en el país. Ante un hecho de estas proporciones, y por casos anteriores, no faltaron motivos para pensar que se trataba de un acto intencionado. Aunque todavía no se tiene un completo informe de las causas del incendio, las autoridades afirman que todo apunta a que el hecho se debió a un cortocircuito. Pero independientemente de las causas que originaron la tragedia, lo que sí ha quedado claro es que ese centro penal, al igual que el resto de cárceles del país, no cuenta con medidas de seguridad ni con planes de prevención y acción en caso de desastre que protejan la vida de los internos.
El Procurador de los Derechos Humanos ha avanzado la opinión de que al menos hubo lentitud, sino negligencia, en la respuesta del personal del centro penal. Los vecinos afirman que oyeron los gritos de los reclusos y que los bomberos tardaron demasiado tiempo en llegar. Además, se ha dado a conocer que las autoridades de la cárcel estaban al tanto de la irregularidad de las conexiones eléctricas que podrían haber causado el cortocircuito. Todo esto está siendo investigado, y se espera que pronto se tenga un informe completo y se puedan deducir responsabilidades.
Sin embargo, nada de ello devolverá la vida a los internos fallecidos por asfixia o por las graves quemaduras. El Estado salvadoreño, una vez más, ha incumplido con su deber de velar por la vida de sus ciudadanos. Hasta ahora los legisladores se han dado cuenta de que las leyes no obligan a que los centros penales tengan un plan de prevención y de emergencia para actuar ante este tipo de situaciones.
Aunque al Estado le corresponde garantizar la seguridad de todas las personas, incluyendo las privadas de libertad, en nuestra sociedad está muy extendida la opinión de que los presos deben pagar por sus delitos y que por estos han perdido sus derechos o merecen un trato similar al que dieron a sus víctimas. Es común oír entre la población que los defensores de los derechos humanos protegen a los delincuentes y que ello abona a la situación de violencia que vivimos. Nada más equivocado; sobre todo, nada más inhumano y anticristiano. La Constitución, que todos debemos respetar y acatar, defiende la igualdad de derechos de los ciudadanos, sin excepción alguna. Cometer un delito, por grave que este sea, no implica pues la pérdida de estos derechos, mucho menos de la dignidad de la persona.
Hace unos meses, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos señaló que en los centros penales se violan los derechos humanos de las personas recluidas: las infraestructuras no reúnen las condiciones mínimas para la vida de los presos y el hacinamiento los obliga a dormir en el suelo y a convivir tan juntos que se genera mucha tensión entre ellos. Además, el trato de los custodios a los reclusos es generalmente violento, irrespetuoso e inhumano.
En esta situación, ningún centro penal del país puede ofrecer posibilidades para la reinserción social. Con la violencia a la que están sometidas las personas privadas de libertad lo que se está generando en las cárceles es más violencia, más deshumanización, más rencor y odio social. Un centro penal debe posibilitar la rehabilitación del delincuente. Para ello debe favorecerse en los mismos un ambiente que ayude a transformar a la persona, que le permita reflexionar sobre su vida y el mal cometido, y le ofrezca la posibilidad de arrepentimiento y de reintegración a la sociedad.
Si en la cárcel de Ilobasco las condiciones de hacinamiento no eran tan críticas y en la deflagración murieron 16 personas, ¿qué habría pasado si un incendio similar hubiera ocurrido en un penal en condiciones de gran hacinamiento? Con seguridad los muertos se contarían por centenares. El hacinamiento tiene solución y hay que tomar medidas inmediatas. En este sentido, el Ejército, que tan generosamente ha ofrecido a sus efectivos para colaborar con el control de los centros penales, puede dar un paso más: ofrecer sus cuarteles hoy casi vacíos para que sean utilizados como reclusorios. Hay cuarteles, como el de El Paraíso, Chalatenango, que fácilmente pueden convertirse en centros penales que ofrezcan las condiciones mínimas necesarias para los presos. ¿Por qué no hacer el traspaso de una vez si esto ayudará a cambiar una situación agobiante e inhumana? La tragedia en Ilobasco debe hacernos reflexionar; debe llevar a las autoridades a formular y aplicar un plan de acción que impida que vuelva a ocurrir una situación similar.