Hace unos días, en Estados Unidos fue publicado el libro La verdad, que reúne el testimonio de Lucía Barrera de Cerna. Doña Lucía es poco conocida aquí, aunque la historia reciente de El Salvador le adeuda un lugar especial en la lucha contra la injusticia y la mentira. Ella y su esposo, Jorge, contrariaron la orden de no dejar testigos, pues presenciaron y sobrevivieron la masacre de los jesuitas, de Julia Elba y de su hija Celina. Lucía hacía labores de limpieza en la casa de los sacerdotes, quienes la conocían y apreciaban. Cuando el Ejército respondió a la ofensiva del FMLN en noviembre de 1989, ella, su esposo y su hija de apenas 4 años tuvieron que abandonar su casa en una colonia de Soyapango para ponerse a salvo de los enfrentamientos. Ese 15 de noviembre salieron, como cientos de personas, caminando hasta un lugar donde sentirse seguros. Ella y su familia fueron a pedir refugio a la casa de los jesuitas. Huían de la guerra sin saber que serían testigos de un acto criminal perpetrado con lujo de barbarie.
Valientemente declararon lo que vieron, aunque eso significaba poner en riesgo sus vidas y la de su pequeña hija. Sus declaraciones tiraron por la borda las mentiras del Gobierno de Alfredo Cristiani, que negaba la autoría del Ejército y adjudicaba el horrendo crimen a la guerrilla. Los tildaron de mentirosos y de ser voceros del FMLN. Como era costumbre en días de la guerra, atreverse a decir la verdad era firmar una sentencia de muerte. La familia Cerna tuvo que salir del país en búsqueda de refugio y desde entonces no se supo más de ellos. Veinticinco años después de la fatídica noche, Lucía se atreve a contar lo que vivió y cómo aquel acontecimiento les cambió por completo la vida a ella y a los suyos.
La pesadilla que enfrentó por decir la verdad no terminó con la salida del país. Cuenta que a su llegada a Estados Unidos, agentes del FBI los estaban esperando en el aeropuerto, de donde se los llevaron prácticamente secuestrados. Por varios días los mantuvieron cautivos, cambiándolos a diario de hotel e interrogándolos con la ayuda de un coronel salvadoreño que se unió al equipo de supuestos investigadores. Cada día volvían a contar lo que vivieron, pero los agentes del FBI y el militar salvadoreño no querían conocer la verdad, sino forzarlos a negar lo visto y escuchado en la madrugada del 16 de noviembre de 1989; esa verdad que incrimina directamente al Ejército salvadoreño y también a Estados Unidos, pues era el principal auspiciador de la Fuerza Armada y estuvo a cargo del entrenamiento militar del batallón Atlacatl, al que pertenecían los autores materiales de la masacre.
Al final, la historia dio la razón a Lucía y a Jorge. Tiempo después de que el Gobierno salvadoreño se empeñara en decirle al mundo que el responsable de la masacre no fue el Ejército, los mismos militares confesaron con detalle cómo ejecutaron la orden que salió de las máximas autoridades del país, sin que a la fecha se haya procesado a los autores intelectuales de la masacre. Lucía cuenta su historia cinco lustros después, porque quiere que su verdad sea conocida. No lo hace en El Salvador porque todavía siente miedo de pagar las consecuencias de su valentía, sobre todo cuando nunca se ha procesado a todos los implicados, algunos de ellos son vistos fanáticamente como héroes de la guerra y otros hasta exhiben aspiraciones políticas para las próximas elecciones.
Han pasado más de dos décadas y los recuerdos están intactos en la vida de los Cerna. No han olvidado aquella noche. Compartir la verdad alivia la carga y da sentido a lo que sufrieron todos estos años. El valiente testimonio de estos humildes esposos derrotó a la mentira de los que estaban en el poder. Y es que la verdad, aunque tarde mucho en ser reconocida, hace justicia y dignifica la vida de las víctimas de la violencia irracional.