Las deudas del capital

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En total coherencia con la doctrina social de la Iglesia, nuestro arzobispo ha respaldado un sistema tributario más equilibrado y más justo con los pobres de nuestro país. Lo que llama la atención es el interés de algunos sectores de la empresa privada por enfrentar cualquier paso que se vaya dando hacia un mayor aporte tributario del capital. En realidad, las mayores ganancias de dinero en el país corresponden al capital, pero tantos sus aportes al país han sido pequeños como grandes sus deudas.

Las deudas del capital con el país son grandes porque se han hecho muchas fortunas desde el poder en los diferentes Gobiernos de los dos últimos siglos. Cuando se les expropiaron las tierras comunales a los indígenas del país en el siglo XIX con las reformas liberales, se enriquecieron algunas familias cuyos apellidos llegan hasta la actualidad con la marca del dinero. Otros presidentes de principios del siglo XX fundaron desde el poder verdaderas dinastías de millonarios, acaparando tierras y fortunas. Todavía en el siglo XXI, cuando se vendieron las acciones de los bancos nacionales a la banca extranjera, el poder político y económico —que iban de la mano en ese entonces— consumó uno de los robos a la propiedad pública más impresionantes de nuestra historia. Robo legal, como dice un connotado economista, porque efectivamente comenzó con una privatización legal de los bancos que desde el golpe del 79 estaban en manos del Estado, previa indemnización. Robo legal porque la venta de los bancos de propiedad pública fue avalada por una ley de la República que permitía que la compra de las acciones se redirigiera a los amigos y prácticamente se pagaran a sí mismas con los dividendos que producían. En otras palabras, una buena parte de los empresarios del país continuó haciéndose rico, o más rico, comprando individualmente a precio de regalo la propiedad del Estado, que es de todos los ciudadanos. Quince o dieciséis años después, vendieron a la banca internacional a precios millonarios lo que habían comprado a precio de ganga.

La doctrina social de la Iglesia insiste en que sobre todo gran capital privado pesa una hipoteca social. Y no lo dice porque piense que haya habido robos legales, sino porque para la Iglesia el trabajo tiene siempre prioridad sobre el capital. Y en ese sentido, el capital debe devolver al mundo del trabajo, que somos todos los ciudadanos y ciudadanas de a pie, una parte de sus ganancias. Pero la deuda es mucho mayor cuando a este razonamiento de la doctrina social de la Iglesia se suma el hecho de que una buena parte de los capitales nacionales tuvieron su base y origen en la capacidad de apoderarse de propiedades desde el poder político, a través de leyes injustas o simplemente de corrupción.

Hoy los países ricos de Europa están pidiendo sacrificios a todos, y están poniendo más impuestos a quienes más tienen para mantener, aunque moderado, el Estado de bienestar. El poder económico de El Salvador, que ha tenido durante más de un siglo una influencia decisiva sobre el poder político, hasta el presente solo ha podido construir un Estado de malestar, dadas las graves diferencias en el ingreso y la consecuente desigualdad. ¿No sería justo que aportaran algo más al país? Si en el pasado tuvimos un guerra civil a causa de la pobreza, ahora parece que vamos rumbo a una guerra en la que la pobreza injusta y la marginación son de nuevo las protagonistas. Negar que la pobreza y la desigualdad tienen que ver con la violencia delincuencial que nos afecta es negar que la violencia engendra violencia. Y hoy, en esta guerra, ya no hay ideologías. El narcotráfico y el crimen organizado simplemente meten dinero donde el dinero escasea. ¿No es mejor que sea el Estado el que reparta un poco mejor la riqueza que producimos entre todos?

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