El Salvador necesita que cultivemos la honestidad con la realidad. Hay que decir la verdad, esa que desde hace años se quiere mantener escondida y esta de hoy. Y esta necesidad es imperiosa, porque las mentiras, los engaños y las manipulaciones están enquistados en nuestra sociedad. La verdad a veces duele, pero solo causa disgusto una vez. La mentira, en cambio, duele por siempre. La verdad puede ser dulce o amarga, pero difícilmente perniciosa. La mentira también puede ser dulce o amarga, pero nunca será un bien.
La mentira es como una bola de nieve: mientras más rueda, más grande se hace; mientras más se repite, cobra apariencia de verdad. En la verdad hay intención de ser honestos y de hacer el bien. En la mentira, engaño, afán de tergiversar las cosas. En definitiva, la necesidad de mentir suele llevar implícita la intención de hacer daño a otros. La mentira solo beneficia a quienes la dicen. Por eso, puede ser también un arma de destrucción masiva. Es enemiga de la verdad y su mayor esfuerzo es obstaculizar los trabajos del ser humano para comprender y discernir la realidad.
Ahora bien, la mentira no siempre es burda y evidente. Se disfraza de pensamiento, de razón, de argumento contundente. Incluso se puede disfrazar de verdad y hasta de bondad. Pero es solo eso, un disfraz, todo es falso. La mentira utiliza sofismas que fomentan aquello de que “el fin justifica los medios”. Y de tanto apoyarse en la mentira, los que las fabrican y las repiten, al final pueden terminar creyéndose que están diciendo la verdad. Sin embargo, a pesar de sus disfraces, no es tan difícil desenmascararla. Para hacerlo hay que perder el miedo y hay que ir más allá de su apariencia agradable. Aunque la digan los poderosos, la mentira no deja de ser tal y, por tanto, un daño para los demás.
Es necesario decir la verdad; aun con más fuerza cuando los que mienten tienen los recursos para difundir ampliamente sus falsedades. En estos tiempos, a fuerza de repetición, se quiere hacer creer que en el país las frecuencias de radio y televisión están democráticamente distribuidas. Que si hay un imperio de comunicación en El Salvador, es el de las radios comunitarias. Que los grandes medios de comunicación son los defensores de la libertad de expresión. Que son ellos los que dicen la verdad. Que ellos empoderan a la gente que los ve, los oye o los lee. Pero todo es mentira, aunque lo repitan hasta el cansancio. Nos alarman ante la posibilidad de que controlen su poder, porque sienten amenazada su hegemonía. Se presentan como los buenos, los empoderadores, los libres, los independientes, amenazados por las pretensiones de quienes no son como ellos.
Como la verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio, como dijo Cicerón, no hay que quedarse callado. En los medios de comunicación el instrumento básico para manipular la realidad es la palabra. Si se controla el significado de las palabras, se puede controlar a la gente que las usa. Pero, como dijimos, no es tan difícil desenmascarar la mentira. Porque los datos de la realidad no concuerdan con las palabras. Por eso hay que desmentir lo que dicen con apariencia de verdad y de bien. Hay que desideologizar esas palabras que esconden privilegios y manipulación, y que en definitiva esconden mentiras.
Basta con hacerles unas preguntas, basta con ir más allá de lo que dicen, para comenzar a desenmascararlos. ¿Por qué silencian la anómala adjudicación de frecuencias en 2009 y solo visibilizan la problemática del canal 11? ¿Por qué no debaten sobre la actual ley de telecomunicaciones, que es obsoleta a la luz de los parámetros de democratización de las comunicaciones? ¿Por qué silencian las palabras y la visita del relator para la libertad de expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos? ¿Por qué desconocen las orientaciones para ejercer el derecho a la información que establecen la OEA y la Unesco si El Salvador es un Estado miembro de esas plataformas internacionales? Es imperativo decir la verdad y decirla frente a los fuertes, frente a los que son libres e independientes para mentir con impunidad.