En la cultura popular se dice que para comprender a otra persona hay que ponerse en sus zapatos. Quizá esa máxima sea útil para analizar las acciones presidenciales. Por sus declaraciones, cabe entender que para el presidente la democracia se reduce a las elecciones y el voto ciudadano es un cheque en blanco. Eso le da licencia para administrar el Estado como su patrimonio, lo exime de rendir cuentas, le faculta para especular con el dinero público y justifica que su palabra valga más que cualquier ley, incluso la Constitución.
Para el mandatario, liderazgo equivale a autoritarismo. El líder firme es aquel al que todos los poderes del Estado le obedecen y al que se somete toda la institucionalidad pública. El verdadero líder, para el presidente, es aquel que no tolera la disidencia; todo el que no lo respalda es oposición y, por tanto, enemigo del pueblo al que él encarna. No tiene necesidad de dialogar con nadie porque él sabe lo que el pueblo necesita.
En la mentalidad de Bukele, una conferencia de prensa es un monólogo, aunque decorado con algunas preguntas retóricas que le sirven para hablar de algunos temas que le interesan o para extenderse en algo que quiere recalcar. Su experticia es la comunicación unidireccional y por ello no tiene capacidad de hablar sin perder la compostura sobre asuntos que no han sido pactados previamente.
El presidente entiende la soberanía como la libertad de hacer cualquier cosa sin que ninguna instancia del ámbito global tenga derecho a opinar. Para él, la normativa universal sobre los DDHH o los convenios internacionales suscritos por el Estado son papel mojado. Si una persona o instancia denuncian violaciones a derechos humanos es un injerencista y amigo de las pandillas.
Para él, la verdadera realidad es la virtual. Por eso la gente debe entender que el país ya es otro en tan solo tres años de gobierno. Si la propaganda oficial dice que el sistema de salud ya es mejor que antes o que la educación pública supera en calidad a la privada es porque así es. Asimismo, el aeropuerto en La Unión, la ciudad del bitcóin y el plan control territorial existen porque así lo dice la publicidad gubernamental. Y desde esta misma base hay que entender la frase repetida hasta el cansancio: “Los cambios están a la vista”; a la vista de las pantallas gracias a la maquinaria propagandística.
En la visión presidencial, el mundo se divide en dos: los que lo aplauden y vitorean, y los que no. Así, los que lo respaldan son los suyos y los que critican alguna de sus medidas son oposición. Quienes denuncian abusos y delitos son marionetas de algún titiritero, nacional o extranjero; los que señalan las transgresiones a los derechos humanos, amigos de las pandillas. Por su obediencia, los miembros del Ejército y de la Policía son los verdaderos héroes de la patria; el personal de salud que denuncia el abandono en el que se encuentra, no. Los pobladores de barrios y colonias populares donde operan pandillas merecen toda la furia del aparato represivo; la juventud de barrios exclusivos, no se toca.
En una sociedad de por sí polarizada y corroída por una cultura machista y violenta, la mentalidad maniquea, oportunista y destructiva del mandatario cosecha éxitos rotundos para él y los suyos. Mientras, el país retrocede día a día hacia los años ochenta.