Son varias las razones por las que la minería es inviable en El Salvador; la principal, la crítica situación del territorio nacional. El país es el más pequeño del continente y el que sufre el mayor deterioro ambiental; el más deforestado solo después de Haití; el que menor disponibilidad de agua tiene, en cantidad y calidad, para toda su población, por lo que es el más cercano a padecer estrés hídrico. Esto se conjuga con un irrisorio presupuesto para la atención de emergencias ambientales. Más aún, todos los posibles proyectos mineros estarán sobre la cuenca del río Lempa (ya en decadencia), que da agua a cerca de 1.5 millones de personas.
La conciencia de esta situación llevó a que en 2017 se tomara la decisión de prohibir la minería metálica, privilegiándose así la salud y el bienestar de la gente. De hecho, la mayoría de países que han prohibido la minería metálica a cielo abierto lo han hecho por cuestiones ambientales y sociales. Turquía (1997), República Checa (2000), Austria (2000), Alemania (2002) y Costa Rica (2010) son parte de la lista. En 2010, la Unión Europea prohibió la extracción de minerales a cielo abierto mediante el uso del cianuro en todo su territorio. En Estados Unidos, en 2014, la Agencia de Protección del Medioambiente prohibió la apertura de la mina Pebble, ubicada en el estado de Alaska, para proteger el hábitat más extenso del mundo del salmón rojo.
Para superar el rechazo, la industria minera y sus defensores propalan diversas falsedades. Por ejemplo, es falso que la minería genere empleos y desarrollo económico. De acuerdo a la Organización Internacional del Trabajo, solo genera el 0.09% de los trabajos a nivel planetario. En la mayoría de casos, los empleos peor remunerados y en peores condiciones son para los lugareños, mientras que los puestos más altos y mejor pagados se reservan para extranjeros. La minería es una industria de enclave, es decir, no aporta riqueza a la región donde se desarrolla ni permite crecer a las poblaciones aledañas. Las minas tienen un promedio de vida de entre 10 y 15 años, y cuando se acaba el oro, las empresas se llevan la riqueza y dejan tras de sí ríos y mantos acuíferos contaminados con sustancias tóxicas, cerros pulverizados y comunidades sin trabajo. La actividad minera no debe ser pensada en término utilitarios, de dinero y empleo, sino en cómo afecta a la naturaleza y a la sociedad.
La industria minera está en expansión debido al aumento de la demanda de materias primas a raíz del crecimiento de la población y el avance de la tecnología. Pero por sus efectos nocivos, las grandes empresas transnacionales buscan trasladarse a partes del planeta en las que la flexibilidad legal o la corrupción les dan vía libre para obrar sin límites. Para las poblaciones de los países pobres, la minería trae consigo conflictos sociales, daños al medioambiente y graves violaciones a los derechos humanos. Ejemplo de ello es el Valle de Siria, en Honduras; a siete años de iniciadas las operaciones mineras, 19 de los 23 ríos se secaron. Este lugar, que antes fue un rica zona agrícola y ganadera, asemeja hoy un desierto.
Entender que la relación de los seres humanos con la naturaleza se funda en el extractivismo y el lucro es en gran medida la causa del deterioro del planeta y del cambio climático. La naturaleza es para todos, para las generaciones presentes y futuras. Para el cristianismo, el destino de los bienes naturales exige la solidaridad con quienes vienen después. Y dado que los bienes son cada vez más escasos, su uso debe regirse por el principio de la justicia distributiva, propiciando un desarrollo sostenible que garantiza la sustentabilidad ambiental.