Desde que el 18 de abril de 2018 unas decenas de jóvenes se manifestaron en protesta por las reformas al sistema de pensiones que perjudicaban a los afiliados y por el manejo gubernamental del incendio en la reserva forestal Indio Maíz, la situación de conflicto en Nicaragua ha ido agudizándose constantemente. Aquella primera protesta, exageradamente reprimida, despertó a la juventud y a una buena parte del pueblo nicaragüense, que se liberó del miedo que les detuvo por años y salió a las calles a pedir la dimisión del presidente, Daniel Ortega, y de su esposa, la vicepresidenta, Rosario Murillo. Desde entonces, la represión del régimen contra los manifestantes y opositores no cesa, causando cientos de muertos y heridos, encarcelando a centenares de personas, impidiendo cualquier tipo de manifestación pública, conculcando los derechos a la libertad de expresión y de manifestación de la ciudadanía. Esta represión ha obligado a exiliarse a más de 80 mil nicaragüenses.
Los informes de Naciones Unidas, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la Unión Europea y otras instancias no gubernamentales sobre las violaciones a derechos humanos son claros y dan constancia con multitud de datos de la responsabilidad del Gobierno de Nicaragua en los hechos. Ninguno de estos informes ha sido aceptado por el régimen de Ortega, que continúa con su política de reprimir cualquier acción de protesta y perseguir a los que considera opositores a su gestión. Aunque se iniciaron dos procesos de diálogo (el primero de ellos auspiciado por la Iglesia católica), ninguno dio fruto por la falta de voluntad del Gobierno y su oposición a cumplir los acuerdos y a buscar una salida a la crisis a través de elecciones anticipadas, con un nuevo consejo supremo electoral que pueda garantizar la legitimidad de los comicios y la credibilidad de los resultados. Hoy Nicaragua vive claramente bajo una dictadura que no respeta los derechos fundamentales, y que acosa y persigue a toda persona y grupo que se atreve a manifestarse en su contra.
Daniel Ortega acusa a los grupos que protestan de pretender dar un golpe de Estado, lo que ha sido desmentido por los organismos internacionales de derechos humanos de la OEA y la ONU, y por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, que han certificado que no existe ningún indicio en ese sentido. Lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo en Nicaragua es un uso excesivo de la fuerza estatal contra la protesta cívica, una política represiva que ha derivado en ejecuciones extrajudiciales y crímenes de lesa humanidad. La paranoia gubernamental es tal que ha convertido en delitos actividades como portar una bandera nicaragüense, llevar agua a los manifestantes, socorrer a los heridos, considerándolos actos de protesta y subversión del orden. Los acontecimientos de los últimos días muestran con claridad la intolerancia del régimen.
El Gobierno ha llegado al extremo de impedir que los familiares de personas asesinadas en las protestas entren a las iglesias y celebren misa por sus deudos. Además, ha sitiado la iglesia de San Miguel, en Masaya, en la que se ha recluido en huelga de hambre un grupo de madres cuyos hijos están presos o han sido asesinados por el delito de exigir democracia y libertad. No bastando con ello, ha detenido a las personas que llegaron al tempo de San Miguel a solidarizarse con las mujeres. Ante todo esto, la comunidad internacional, especialmente los países vecinos, deben denunciar con claridad al régimen dictatorial de Daniel Ortega y exigir el restablecimiento de todas las libertades y derechos democráticos. Precisamente a dicho restablecimiento se comprometió Ortega con la Alianza Cívica en el segundo diálogo nacional, el 29 marzo de este año, teniendo al Vaticano y a la OEA como testigos internacionales. Es hora de que cumpla, y los testigos del acuerdo deben insistir en ello.