El antídoto para la corrupción es la transparencia. Reservar la información que por oficio debe ser pública es una maniobra que solo tiene eficacia temporal para ocultar la verdad, porque, como dice el saber popular, tarde o temprano todo sale a la luz. La información empodera para la auditoría ciudadana y para exigir que los gobernantes rindan cuentas; ocultarla difícilmente tiene otro propósito que esconder evidencias de lo que pasa detrás de bambalinas. Si bien no decir la verdad y mentir no son exactamente lo mismo; para efectos prácticos, tienen el mismo fin: engañar.
En El Salvador, el actual Gobierno se caracteriza por ocultar sin recato, pero parece que buena parte de la población se lo disculpa por lo que se ha hecho en materia de seguridad. Ello explica el alto grado de permisividad y pasividad ante la nula rendición de cuentas. En los últimos años, se ha ocultado diversa clase de información, pero sobre todo la que tiene que ver con el uso del dinero público y con la seguridad, específicamente con el respeto a los derechos humanos. Por una parte, se ha reservado información sobre las compras públicas, sobre la contratación de personal y sobre licitaciones de bienes, servicios y obras. También se han reservado las actas del Consejo de Ministros y el Plan Nacional de Salud. Igual suerte ha corrido el estudio de factibilidad y diseño final del proyecto de construcción del viaducto y ampliación del tramo Los Chorros. Tampoco se conoce el detalle del contrato entre Google y el Gobierno de El Salvador, que le costará al país 500 millones de dólares. Y a pesar de las absurdas cantidades invertidas en el bitcóin, tampoco se es posible acceder a la documentación relacionada
Por otra parte, se ha declarado reserva de información sobre decenas de temas vinculados a la seguridad pública. Por ejemplo, la Policía Nacional Civil ha declarado bajo reserva la información sobre homicidios, desapariciones, extorsiones, feminicidios, secuestros y violaciones. La Fiscalía ha hecho lo mismo con los datos sobre fosas y cementerios clandestinos. No hay informes oficiales sobre la participación de la Cancillería en procesos judiciales. Y todavía no se sabe cómo se adquirieron las vacunas contra el covid ni lo que costaron las cabinas para el proceso de vacunación. Y un largo etcétera. Para poder ocultar tanta información, el Gobierno redujo al Instituto de Acceso a la Información Pública a la condición de mero ornamento; ahora actúa en sentido contrario a lo que su misión le exige.
El proceso electoral no ha escapado a esa dinámica. No se conoce detalles sobre los programas informáticos que se aplicaron para el voto remoto. Se desconoce quién realizó o realizará la auditoría sobre esa votación. Para el voto presencial en el país, sigue sin haber información veraz; a más de 10 días de realizadas, no hay resultados sobre las elecciones legislativas. El proceso ha sembrado más dudas que certezas por las muchas anomalías denunciadas por observadores nacionales e internacionales. En el escrutinio final hasta se ha prohibido discutir sobre los votos nulos e impugnados, porque, según la autoridad electoral, ya fueron clasificados por cada Junta Receptora de Votos.
En el país se ha extinguido el principio de máxima publicidad y rendición de cuentas; se ha impuesto el máximo ocultamiento de la información. La confidencialidad de la gestión pública ya no es una excepción para casos o situaciones especiales, sino la norma. La anomalía es hoy forma de vida.