Opacidad, corrupción, hipocresía

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Editorial UCA
26/07/2021

Desde su fundación por decreto ejecutivo durante la presidencia de Alfredo Cristiani, el Órgano de Inteligencia del Estado (OIE) ha sido profundamente opaco. Contra toda normativa, nunca ha aparecido con los gastos desglosados en la ley del presupuesto. No faltan los constitucionalistas que insisten en que si alguien presentara una demanda por esta irregularidad, se tendría que declarar inconstitucional el presupuesto nacional mientras en él no apareciera el OIE con sus gastos desglosados. En los países que respetan la institucionalidad y las reglas de la democracia, las agencias de inteligencia, como la CIA en Estados Unidos, por poner un ejemplo, aparecen en los presupuestos nacionales. En El Salvador, la tendencia autoritaria y el afán de no dar cuenta de los gastos ha mantenido en la opacidad al Organismo, desde el primer Gobierno de Arena hasta el actual de Nuevas Ideas.

Es claro que el país no necesita un organismo de inteligencia con las características del actual, pues no tiene enemigos externos y para combatir a aquellos que traman o cometen delitos basta con una buena Policía. De hecho, hasta ahora, el OIE se ha dedicado, al menos en parte, a espiar a políticos, periodistas e incluso a empresarios. Y ha servido para disimular gastos inadecuados o ilícitos, como los sobresueldos. Pero es importante no perderse: la corrupción gubernamental ha sido y es más amplia y dañina. En obras públicas, en bancas estatales, en contratos con empresas privadas, siempre se ha favorecido a los amigos, ha circulado dinero ilícito y los fondos públicos se han utilizado a conveniencia y discreción. La bancada de Nuevas Ideas en la Asamblea Legislativa, si deseara ser coherente con lo que dice, tendría que emitir una ley que declare imprescriptibles los casos de corrupción que afecten al Estado. No hacerlo solo refleja afán de espectáculo y manipulación política del tema. Para luchar contra los corruptos, hay que darle armas a la justicia.

En el país, la mayoría de los políticos y las élites se han caracterizado por un discurso abierto a los valores democráticos y, simultáneamente, por prácticas antidemocráticas. La corrupción expone claramente ese actitud hipócrita. Todos condenan la corrupción, pero, al final, muchas cosas se terminan resolviendo al calor del dinero. La legislación es insuficiente, la moralidad notoria que exige la Constitución para los funcionarios no pasa de ser una frase vacía, la investigación de los delitos económicos se realiza más desde los intereses de los grupos dominantes que desde el amor a la justicia. Hoy, cuando un solo partido político ha adquirido un poder político tan fuerte y dominante, no hay excusa para no proceder con seriedad contra la corrupción. Legislar al respecto y eliminar los términos de la prescripción es un paso; acabar con la confidencialidad en toda partida presupuestaria y devolverle la independencia al Instituto de Acceso a la Información Pública son otros. Refugiarse en la denuncia de un pasado corrupto que la población ya conocía y repudiaba mientras se sigue trabajando de la mano con varios de los que lo protagonizaron, no producirá ningún cambio. Al contrario, continuará creciendo el descrédito moral y la ineficiencia de la cosa pública.

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