La celebración de nuestro mes cívico, el de la patria, es una buena oportunidad para pensar con nuevos bríos en El Salvador y en su gente, en satisfacer sus necesidades y hacer realidad sus sueños e ilusiones. Solo si esto sucede podrá celebrarse con dignidad una verdadera fiesta patria nacional. Hasta el momento, en los actos de septiembre el énfasis está en la fecha de independencia, en el realce de actitudes supuestamente patrióticas y en la exaltación del orgullo nacional. Pero la independencia, el patriotismo y el orgullo nacional quedan en deuda si los sometemos a un análisis crítico. El Salvador, en ese lejano 15 de septiembre de 1821, no logró la independencia más que de nombre, como tampoco la ha alcanzado a lo largo de su historia. A muchos de los que hoy llamamos próceres o patriotas se les han otorgado esos títulos indebidamente, pues más de uno lo adquirió defendiendo intereses particulares, personales, de élites, en contra de los intereses de las mayorías. Por el contrario, a los verdaderos patriotas, los que han defendido hasta el martirio la vida de los más pobres, luchado por la superación de las injusticias y las desigualdades, propuesto caminos de paz y reconciliación verdadera, a ellos y a ellas todavía no se les ha reconocido con esos calificativos.
¿Y qué decir del "orgullo de ser salvadoreño", que se repite como un eslogan al que uno pudiera sumarse sin más? Ciertamente, en muchos salvadoreños hay un fuerte sentimiento de amor a la patria, pero de eso a sentir orgullo del país que se ha construido durante estos 192 años, hay una gran distancia. Las personas sensatas no pueden sentirse orgullosas de una nación que en su corta historia ha privilegiado a un pequeño grupo en contra de la mayoría y ha masacrado a miles por el único delito de defender sus derechos. No se puede estar orgulloso de un país que expulsa diariamente a decenas al exterior en búsqueda de oportunidades, porque es incapaz de ofrecer un trabajo decente a la mitad de su población. Tampoco es posible sentirse orgulloso de un país que tiene las cárceles a reventar y en condiciones infrahumanas, y que es incapaz de proteger a sus ciudadanos de la delincuencia. Todavía menos orgullosos nos podemos sentir de la debilidad institucional, de la corrupción y la impunidad con la que actúan tanto el crimen organizado como otros delincuentes comunes y de cuello blanco.
En septiembre de 2009, cuando el presidente Funes tenía apenas tres meses de haber iniciado su gestión, en su discurso de inauguración del mes cívico presentó un análisis sobre la realidad de El Salvador, que sigue siendo actual y que vale la pena recordar: "Sobre la libertad de cada una de las salvadoreñas y los salvadoreños se ciernen otros peligros, que se expresan en la acción criminal de una delincuencia que ha crecido de manera exponencial en la última década. Se cierne, además, la realidad dolorosa de la pobreza, la desigualdad social y la exclusión, la falta de empleo y oportunidades, salarios insuficientes y carencia de servicios públicos esenciales. Y como telón de fondo muchas veces, la intolerancia, la falta de solidaridad, el abandono y la indiferencia hacia las grandes mayorías pobres y marginadas de nuestro país. El país independiente debe ser un país seguro; debe ser un país justo y solidario; un país en paz y laborioso, pujante y en desarrollo; un país inclusivo e incluyente. No podemos hablar de libertad si no garantizamos mayores niveles de seguridad y si no construimos una sociedad justa y solidaria. El Salvador que amamos y que queremos construir debe tener estos atributos o no logrará jamás realizarse en plenitud, como tampoco sus hijos y sus hijas. Un pueblo que no tiene garantizados sus derechos humanos básicos al trabajo, a la salud, a la educación, a la seguridad, al vestido, a la alimentación, a la vivienda, no es un pueblo libre. Es un pueblo prisionero de sus carencias y necesidades insatisfechas. Un pueblo que no puede desplegar sus actividades laborales y recreativas en paz y con seguridad, que ve crecer permanentemente el delito y la muerte en su seno, tampoco es un pueblo libre. Es un pueblo prisionero del miedo. Y mientras una nación esté paralizada por el miedo y la angustia, no podrá avanzar ni lanzarse a la aventura de edificar un nuevo destino".
Ese destino que Mauricio Funes se comprometió a construir es el que seguimos deseando la mayoría de salvadoreños. ¿De qué depende alcanzarlo? Con demasiada frecuencia pensamos que esa es una tarea exclusiva de los gobernantes o de las élites políticas o económicas. Por supuesto, ellos tienen una gran responsabilidad en la tarea, pero ningún gobernante será capaz de construir el futuro que merecemos si la sociedad salvadoreña no asume la parte que le corresponde. El Salvador lo hacemos entre todos y a diario, ya sea por acción u omisión. Si queremos un nuevo país, también nosotros, los salvadoreños y salvadoreñas, debemos cambiar. Abandonar las actitudes egoístas, personalistas, individualistas, pesimistas, machistas, aquellas que nos llevan a buscar únicamente el interés propio, para pensar y trabajar por el bienestar colectivo. Debemos exigir a los gobernantes y a las élites que sumen esfuerzos en la dirección que queremos. Solo así será posible construir una sociedad que asegure libertad, salud, educación, bienestar económico y justicia social para todos. Será entonces cuando podremos sentir verdadero orgullo de ser salvadoreños.