En los años setenta y principios de los ochenta, los niños y niñas salvadoreños en las zonas de conflicto armado vivieron su infancia entre muertos o siendo ellos mismos víctimas de la violencia, como en los casos de El Mozote y del Sumpul. En aquellos días de los comienzos de la guerra fratricida se llegó a decir que "era más raro ver a un animal muerto que a una persona asesinada". Muchos cadáveres —especialmente de personas señaladas como contrarias al régimen— aparecían a orillas de quebradas, en predios baldíos y hasta en las calles de las ciudades. La niñez de entonces creció entre barbarie y manifestaciones de deshumanización que sin duda afectaron la construcción de su sensibilidad.
20 años después de finalizada la guerra civil, debemos aceptar que la paz nunca llegó a El Salvador. Salvando las diferencias, estamos viviendo una situación de crueldad y violencia muy similar a los pasajes más crudos de aquella guerra. Los escenarios de los años ochenta parece que vuelven a tomar cuerpo, provocando dolor y sufrimiento en familias salvadoreñas. Nuestros niños y niñas están volviendo a crecer entra la violencia y la muerte.
De acuerdo a la Policía Nacional Civil, cerramos 2011 con 4,354 homicidios; es decir, en promedio, cada día se les quitó la vida violentamente a 12 salvadoreños. Y el modo de matar está tomando nuevas formas de crueldad y barbarie. De acuerdo a la misma fuente, durante 2011 hubo más de 200 asesinatos múltiples (de dos o más personas). 41 de estos asesinatos colectivos califican como masacres porque en ellos perdieron la vida tres o más salvadoreños, muchas veces segando también la vida de niños y bebés. Como durante la guerra, la mayoría de las víctimas de homicidio son hombres y la mayor parte de las masacres (el 76%) se perpetraron en la zona rural. Los números también reflejan que la muerte cosecha entra la juventud, el segmento de la población más productivo y prometedor: más de la mitad de los asesinados son jóvenes de entre 18 y 30 años.
¿Quiénes son los responsables de tanto crimen? En los ochenta había patrones claros para asesinar, por lo que era fácil detectar de dónde venía la violencia; hoy en día, la violencia es más irracional y, por tanto, es más difícil detectar a sus hechores. Según declaraciones del Ministro de Justicia y Seguridad Pública, el 90% de los homicidios es cometido por las pandillas; en cambio, la PNC les atribuye el 30% de las muertes y el Instituto de Medicina Legal solo el 10%. En 2010, la Subdirección de Investigación de la PNC reportó que menos del 15% del total de homicidios (580 de 3,987) fueron cometidos por maras o pandillas juveniles. Como es evidente, no hay ningún consenso al respecto.
Es necesario y urgente determinar las causas de los homicidios que se comenten en el país como condición para poder aspirar a una disminución de esta violencia. Sin embargo, sea cual fuere su origen, lo cierto es que los niveles de deshumanización de la guerra están presentes en la actualidad. Nos estamos acostumbrando nuevamente a convivir con la muerte y estamos cayendo en una deshumanizante insensibilidad colectiva, en la que preocupa más la cifra de muertos que las vidas que se pierden. Triste y lamentablemente estamos repitiendo aquella situación de los ochenta en la que era más raro ver a un animal muerto que a una persona asesinada.
Estamos a punto de celebrar el XX aniversario de la firma de los Acuerdos de Paz en El Salvador. Pero en honor a la verdad, debemos decir que si bien estos fueron efectivos para terminar con la guerra entre los dos bandos, la paz social sigue sin llegar. Así como los Acuerdos sirvieron para acallar las armas de la guerra, a lo mejor El Salvador necesita hoy otros acuerdos para parar la guerra social en la que estamos hundidos y que agobia todas las facetas de la vida nacional. Urge tener nuevos acuerdos para la paz social, en los que los protagonistas ya no pueden ser solo dos partes, sino toda la sociedad salvadoreña.